(Publicado en Escuela el 15 de marzo de 2012)
Sea
por su valor de cambio (para la acreditación) o por su valor de uso (para la
formación) parece incuestionable que la evaluación ocupa un lugar central en
los sistemas educativos. Incluso hay quien dice que es la clave de bóveda de
las instituciones escolares. De hecho, es la única función que nunca se deja de
hacer: el desarrollo de los contenidos puede quedar incompleto, los objetivos
educativos obviados, las metodologías desvirtuadas, pero ningún alumno sale del
sistema educativo sin haber sido evaluado. Evaluar es, quizá, la única función
docente a la que nadie objeta, ante la que ningún profesor se declara insumiso.
Aunque sea en el último minuto, las calificaciones acaban llegando al acta y la
función evaluadora-calificadora-acreditadora del sistema educativo siempre se
cumple.
Es
verdad que no es lo mismo evaluar que calificar, que valorar es mucho más que
ponderar y que un concepto mínimamente riguroso de la evaluación debería ser
mucho más complejo que la unidimensional calificación de determinadas
actuaciones en exámenes que solo demuestran el ejercicio episódico de ciertas
competencias cognitivas (a veces asociadas únicamente con la memoria).
Pero
ese valor añadido que la evaluación tiene sobre la calificación no suele ser
objeto de reflexión. No se cuestiona si tiene sentido expresar la evaluación de
las competencias educativas en la forma de una serie de números de cero a diez
para cada una de las materias de cada curso escolar. Si conviene que el cinco
siga siendo el rubicón entre la supervivencia y el abismo educativo (y luego
social). Si es sensato que todo esto se acepte como obvio y no se sienta la
tentación de abrir la caja negra de los procedimientos de estimación
cuantitativa del desarrollo de las competencias cualitativas que supuestamente
se evalúan.