En
el imaginario de la profesión docente no parece concebible que los alumnos
dediquen a las asignaturas escolares solo el tiempo que pasan en las aulas. Los
deberes, los trabajos, el estudio diario de las asignaturas y la memorización
para los exámenes parecen requerir bastante más tiempo que el lectivo. De
hecho, “no hace las tareas”, “no trae los deberes” o “no estudia para los
exámenes” son frases habituales en las juntas de evaluación que evidencian que
los docentes no evaluamos solo lo que se aprende en el aula. Nadie espera que
el alumno pueda obtener las mejores calificaciones (quizá ni siquiera aprobar)
si dedica a cada asignatura solo el tiempo de clase. Tendemos a pensar que ese
es el tiempo de su enseñanza. Pero suponemos que es otro el de su aprendizaje.
No
es extraño, por tanto, que las clases particulares y la dedicación de los
padres a la tutela curricular de los hijos resulten determinantes para su éxito
escolar. Con lo que se diluye el papel de la escuela como factor de
compensación social en favor de la función sancionadora del capital cultural de
las familias que le atribuía Bourdieu. Y aún más con la generalización de la
jornada continua, que amplía el tiempo en el que la desigualdad de los entornos
familiares puede condicionar significativamente los resultados escolares. Por
eso es tan relevante esa educación en la
sombra a la que se refería Mark Bray cuando acuñó la expresión hace quince
años.