En
el imaginario de la profesión docente no parece concebible que los alumnos
dediquen a las asignaturas escolares solo el tiempo que pasan en las aulas. Los
deberes, los trabajos, el estudio diario de las asignaturas y la memorización
para los exámenes parecen requerir bastante más tiempo que el lectivo. De
hecho, “no hace las tareas”, “no trae los deberes” o “no estudia para los
exámenes” son frases habituales en las juntas de evaluación que evidencian que
los docentes no evaluamos solo lo que se aprende en el aula. Nadie espera que
el alumno pueda obtener las mejores calificaciones (quizá ni siquiera aprobar)
si dedica a cada asignatura solo el tiempo de clase. Tendemos a pensar que ese
es el tiempo de su enseñanza. Pero suponemos que es otro el de su aprendizaje.
No
es extraño, por tanto, que las clases particulares y la dedicación de los
padres a la tutela curricular de los hijos resulten determinantes para su éxito
escolar. Con lo que se diluye el papel de la escuela como factor de
compensación social en favor de la función sancionadora del capital cultural de
las familias que le atribuía Bourdieu. Y aún más con la generalización de la
jornada continua, que amplía el tiempo en el que la desigualdad de los entornos
familiares puede condicionar significativamente los resultados escolares. Por
eso es tan relevante esa educación en la
sombra a la que se refería Mark Bray cuando acuñó la expresión hace quince
años.
¿Cuánto tiempo deberían dedicar los alumnos a las asignaturas escolares? Según la ley veinticinco horas semanales hasta los doce años y treinta hasta los dieciocho. Pero los profesores suponemos que necesitan más. ¿Cuántas horas de la tarde debería dedicar un alumno a las nueve, diez u once materias que hay en algunos cursos de la ESO y el bachillerato? Si la “jornada laboral” de estos menores fuera como la de sus profesores podrían ser siete horas y media más cada semana. Dicho de otro modo: los alumnos deberían dedicar fuera del centro una hora semanal a materias como Lengua, Inglés o Matemáticas. Y eso debería incluir tanto el tiempo para las tareas diarias como el estudio para los exámenes. A juzgar por el tiempo que ocupan las clases particulares de esas materias o el que muchos profesores esperan que se les dedique parece obvio que la jornada del “buen alumno” es mucho más extensa que la jornada laboral de los adultos. No debe extrañarnos, por tanto, que la burbuja del ladrillo sacara del sistema educativo a tantos jóvenes en la pasada década.
El
papel y las implicaciones de esa educación
en la sombra (la remedial y la enrichment). La relación entre el tiempo
escolar y el extraescolar. La disposición de tiempo (en la escuela y fuera de
ella) para actividades deportivas, culturales, de ocio formativo o de
voluntariado. Las implicaciones familiares y sociales de la jornada continua.
Los motivos y consecuencias de que las horas lectivas no tengan sesenta
minutos. La relación entre el calendario escolar discente y el docente. La relevancia
de los exámenes como promotor y detector de competencias que solo son útiles en
la escuela o su papel en la devaluación del tiempo escolar cotidiano y en la
promoción del destinado a la educación en
la sombra. Son temas que merecerían más atención y que suelen ser obviados
por la profesión docente.
No deja de ser curioso que aquel deseo utópico de mi infancia haya sido atendido antes (al menos normativamente) en la educación universitaria que en la básica. En efecto, los créditos ECTS del espacio europeo de educación superior reconocen como tiempo acreditable todo el requerido para la formación del estudiante. El tiempo planificado es, por tanto, el del aprendizaje y no solo el de la enseñanza. De hecho, las clases magistrales apenas superarían un tercio del tiempo correspondiente a cada crédito. Y el tiempo previsto para la formación universitaria (de jóvenes que son mayores de edad) es equiparable al de la jornada laboral.
Quizá convendría no despreciar la tradicional queja sobre los deberes y repensar qué uso hacemos del tiempo lectivo y qué relación debería tener con esa desigual educación en la sombra que tanto fomenta nuestro sistema educativo.
No deja de ser curioso que aquel deseo utópico de mi infancia haya sido atendido antes (al menos normativamente) en la educación universitaria que en la básica. En efecto, los créditos ECTS del espacio europeo de educación superior reconocen como tiempo acreditable todo el requerido para la formación del estudiante. El tiempo planificado es, por tanto, el del aprendizaje y no solo el de la enseñanza. De hecho, las clases magistrales apenas superarían un tercio del tiempo correspondiente a cada crédito. Y el tiempo previsto para la formación universitaria (de jóvenes que son mayores de edad) es equiparable al de la jornada laboral.
Quizá convendría no despreciar la tradicional queja sobre los deberes y repensar qué uso hacemos del tiempo lectivo y qué relación debería tener con esa desigual educación en la sombra que tanto fomenta nuestro sistema educativo.
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