(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 19 de marzo de 2024)
Según Javier Gomá los humanos somos seres atencionales, capaces de abstraernos y concentrarnos plenamente en algo que nos interesa. Lo hacemos cuando leemos un poema, una novela, un ensayo o un cómic. Cuando disfrutamos con una película, una obra de teatro o un concierto. O cuando nos ensimismamos contemplando un crepúsculo, escuchando el canto de una oropéndola o siguiendo el vuelo de unos estorninos. Esa entrega no es solo sensorial o intelectual. También dedicamos toda nuestra atención a practicar un deporte, a participar en un juego, a cuidar un jardín o a darle lo mejor de nosotros a un hijo, a una madre o a un amor. La atención plena es esencialmente humana y puede ser tanto contemplativa como activa, pero siempre tiene que ver con la pasión. En nuestra lengua decimos prestar atención (no to pay atention) para referirnos a esa dedicación temporal de la voluntad. Por eso se respeta y agradece tanto la atención prestada.
La atención como obligación es algo muy distinto. Es trabajo retribuido, a veces penoso y hasta alienante, sin efectos emancipadores. Cultivar nuestra capacidad para prestar atención a aquello que lo merece es un desafío que nos humaniza. Por eso, la cultura, la naturaleza, la ciencia y la vida deben formar parte de una educación que promueva el cultivo apasionado de la atención. Para ello, como dicen algunos personajes de Lorca, es necesario abrir puertas y ventanas. Cuando lo hacen, nuestras aulas se convierten en lugares sensibles al conocimiento y a la belleza, pero refractarias a ese silencio opresivo y radical que pretendía imponer Bernarda Alba.