21 de marzo de 2024

Pacto de Estado contra los móviles

      (Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 19 de marzo de 2024)

Según Javier Gomá los humanos somos seres atencionales, capaces de abstraernos y concentrarnos plenamente en algo que nos interesa. Lo hacemos cuando leemos un poema, una novela, un ensayo o un cómic. Cuando disfrutamos con una película, una obra de teatro o un concierto. O cuando nos ensimismamos contemplando un crepúsculo, escuchando el canto de una oropéndola o siguiendo el vuelo de unos estorninos. Esa entrega no es solo sensorial o intelectual. También dedicamos toda nuestra atención a practicar un deporte, a participar en un juego, a cuidar un jardín o a darle lo mejor de nosotros a un hijo, a una madre o a un amor. La atención plena es esencialmente humana y puede ser tanto contemplativa como activa, pero siempre tiene que ver con la pasión. En nuestra lengua decimos prestar atención (no to pay atention) para referirnos a esa dedicación temporal de la voluntad. Por eso se respeta y agradece tanto la atención prestada.

La atención como obligación es algo muy distinto. Es trabajo retribuido, a veces penoso y hasta alienante, sin efectos emancipadores. Cultivar nuestra capacidad para prestar atención a aquello que lo merece es un desafío que nos humaniza. Por eso, la cultura, la naturaleza, la ciencia y la vida deben formar parte de una educación que promueva el cultivo apasionado de la atención. Para ello, como dicen algunos personajes de Lorca, es necesario abrir puertas y ventanas. Cuando lo hacen, nuestras aulas se convierten en lugares sensibles al conocimiento y a la belleza, pero refractarias a ese silencio opresivo y radical que pretendía imponer Bernarda Alba.

Es verdad que debemos cuidar y apreciar el silencio que hace posible la atención. A él dedicó Juan Mayorga un ensayo y una obra de teatro. Porque son precisamente la oscuridad y el silencio las condiciones que hacen posible ese milagro de las artes escénicas que consiste en compartir tiempo, espacio y atención. En esas ceremonias artísticas, aún más que en las aulas, son muy disruptivos los móviles (esos objetos prodigiosos capaces tanto de extender como de interrumpir nuestra atención). Y ante su amenaza se hacen recordatorios, bromas irónicas y todo tipo de invitaciones para apagarlos antes de que se haga el oscuro. Pero a nadie se le ocurre prohibirlos, incautarlos o expulsar a quien los porta. Porque, en el teatro, el público todavía sigue siendo el respetable.

En la escuela ya no. En el lugar en que se educan nuestros adolescentes los móviles estarán prohibidos y llevarlos será motivo de sanción. Desde que los alumnos lleguen al recinto hasta que salgan. Desde la educación infantil hasta la secundaria o el bachillerato. Incluso durante los recreos, los centros escolares serán espacios de excepción. Lugares libres de móviles durante las 5 o 6 horas que los alumnos pasan en ellos (una cuarta parte del día) y durante los 175 días de un curso (la mitad de los días del año). El resto del tiempo no importa porque de lo que se trata es de que en las aulas (y hasta en los patios) mantengan la atención orientada y curricularizada. Quizá se permita excepcionalmente su uso, pero nunca de forma incidental sino programada con precisión.

A la primacía de los libros de texto (que ya incluyen situaciones de aprendizaje, obviando que sobre todo las generan), la intensificación de la cultura examenófila y examencéntrica (desde la multiplicación de controles, pruebas y recuperaciones hasta el rito de paso de la EBAU o los formatos predominantes en las olimpiadas disciplinares), el cierre y vigilancia de los recintos (en los que se refuerzan las vallas y se multiplican las cámaras), la protocolización de los procesos y la digitalización de las comunicaciones (también con las familias, que cada vez van menos a los centros), se une ahora la prohibición de los móviles. Es una deriva inadvertida que bien merecería un apéndice específico en el interesante análisis sobre nuestro sistema penal que ha hecho Ignacio González Sánchez en su libro Neoliberalismo y castigo [1].

Sin duda, los adalides de las pedagogías cipotudas que difunden el mito de las aulas como parques de atracciones estarán encantados con una medida que, prohibiendo y penalizando, pretende enfatizar los modos unidireccionales, frontales y en filas de a uno de la vida cotidiana en las aulas. Pero el refuerzo (que no retorno, porque nunca se ha ido) de ese paradigma en la actual cruzada antimóvil (la ley seca digital, como tan acertadamente la llama César Rendueles [2]) no hace más que ampliar la brecha entre la instrucción en las instituciones escolares y la realidad fuera de ellas. La inteligencia artificial y la aparición del ChatGPT se encaran limitando los trabajos en equipo y reforzando los exámenes como instrumento principal de evaluación. Y la tenencia escolar de móviles se penaliza en las mismas semanas en que muchos adolescentes han vendido (eso sí, fuera de horario lectivo) la identidad de sus iris a cambio de criptomonedas. ¿Qué harán estos nuevos detractores del aula como ágora (también virtual) que no le hacen ascos a nuestra vieja tradición de la picota (también escolar) cuando se extiendan esos neurovínculos digitales en los que están poniendo tanto empeño algunos señores del aire? ¿Cómo se abordarán unos tiempos en los que la digitalización de las conciencias pueda llegar a hacer innecesarios los móviles manuales? ¿O pedirán que, entre tanto, la escuela se convierta en panóptico y aproveche las oportunidades que ofrecen los sistemas de reconocimiento facial para controlar la asistencia y puntualidad en las clases?, ¿y, ya puestos, por qué no también los gestos y el grado de atención de los alumnos durante ellas?)

Está claro que el desarrollo de las tecnologías digitales y de la inteligencia digital ofrece nuevas oportunidades y plantea desafíos muy complejos. Frente a ellos la cruzada escolar antimóvil parece tan rancia como naif. Y es que la prioridad no debería ser la educación con, para o contra aquellas tecnologías (preposiciones que hasta ahora han presidido las letanías dominantes), sino que cada vez es más urgente desasignaturizar y plantear más en serio una educación “sobre” esa sociedad digital en la que ya vivimos. Para ello, hace falta bastante más lucidez, respeto a los ciudadanos y espíritu crítico del que muestra la actual miopía prohibicionista de los móviles.

El acuerdo unánime que ha concitado ese celo antimóvil resulta llamativo en un país en el que es un tópico atribuir propiedades salvíficas e imposibilidades ontológicas a la consecución de un pacto de Estado por la educación. Pues bien, en 2024 ya lo tenemos: un pacto de Estado contra los móviles que viene a ser también un pacto de Estado por el entarimamiento atencional. En estos tiempos en que es completa la desatención a problemas como los de la jornada escolar, la ultraintensificación del tiempo lectivo, la sacralización del examinismo, la protocolarización burocrática de las situaciones de aprendizaje o la promoción privatizadora de los entornos digitales sin contornos educativos, lo único que ha concitado un gran acuerdo nacional es prohibir, durante el tiempo escolar, la tenencia y uso de los móviles.

Me temo que quienes han insistido y logrado esta victoria unánime (quizá pírrica a la postre) no le han hecho ningún favor a esa humanizacion atencional que debería hacer del aula un espacio de convivencia y acuerdo más afín a esos otros escenarios en los que se cultiva con pasión la atención. Y es que, en lugar de un gran pacto de Estado por la prohibición, son mucho más necesarios y urgentes infinitos pactos de aula y escuela por y para la convivencia ciudadana en un mundo que es bastante más complejo que la pantalla de un móvil. Es ahí donde nos jugamos la apuesta por un sistema educativo que humanice y apasione o por un sistema burocrático que adiestre, certifique y penalice.


[1] Ignacio González Sánchez. Neoliberalismo y castigo. Bellaterra Edicions, Barcelona, 2021

[2] César Rendueles. “La ley seca digital”. El País, 7 de febrero de 2024.

 

 

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