(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 18 de noviembre de 2024)
Dejando de lado ahora las polémicas sobre las cuestiones cualitativas, convendría analizar determinados aspectos cuantitativos de los que apenas se habla. Y eso que algunos comportan efectos obscenos para el ideal objetivista y meritocrático que caracteriza a esa prueba que hace de bisagra entre el bachillerato y los estudios universitarios. Curiosamente, siendo graves, algunos de esos aspectos tendrían fácil solución, pero en este tema parecen interesar más las controversias apasionadas que los consensos en torno a las razones mesuradas.
Empezaremos por el final. Por las calificaciones, por la manera en que se obtienen esas puntuaciones finales que a unos les abren las puertas de los estudios deseados y a otros se las cierran. Para evitar en lo posible los empates, esas notas llevan hasta cinco dígitos pudiendo ir, en el caso de la fase de admisión, desde el 5,000 hasta el 14,000. Una precisión aparente que oculta algo bastante extraño. Si en la prueba un alumno hubiera obtenido una calificación media de 4,563 y la del bachillerato fuera de 5,294, teniendo cuenta que en la fase de acceso esta pondera el 60 % y aquella el 40 %, debería haber accedido a la universidad porque su calificación final sería de 5,002. Sin embargo, el muchacho se quedó fuera (el caso es real) porque la calificación asignada fue de 4,999. ¿Cómo es posible? La razón es tan sencilla como irracional: la media de las calificaciones en la prueba se expresa con tres decimales y la del bachillerato con dos. Eso se hace así desde hace muchos años. Y se seguirá haciendo de ese modo porque tanto el Real Decreto 243/2022[1] (artículo 22.4) como el RD 534/2024[2] (artículo 14.2)