(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 17 de noviembre de 2025)
Decir no a la guerra es, por tanto, decir adiós a las armas. Más que fuerzas armadas, que acaban siendo desalmadas, lo que necesitamos es dar fuerza a la razón para construir un mundo que respete la vida como lo más sagrado. No hay nada más absurdo e irracional que destinar grandes recursos a unos gremios y unos artefactos de los que lo mejor que podemos esperar es que sean completamente inútiles, que se jubilen y se achatarren sin haber entrado nunca en combate..
Se dirá que las coyunturas obligan y que es ingenua o utópica la idea del desarme porque los malos se siguen armando. Pero en la lógica bélica el infierno son siempre los otros. Y para esos otros el infierno somos nosotros. Y es que todos los violentos están seguros de que ellos son los buenos y de que son los demás los que atacan primero.
Por eso educar para paz y el desarme supone tomar distancia del rancio patriotismo belicista y empezar a reivindicar los valores de las “matrias”. Porque, antes de que empiecen a izar banderas y jugar a la guerra, conviene que los niños sepan que todo hombre que mata a otro hombre es un hijo que mata a otro hijo. La frase es del dramaturgo Wajdi Mouawad y resume la clave de las herencias bélicas del siglo XX, las más tecnificadas y mortíferas que han conocido los tiempos.Hace ya doscientos treinta años que Kant renegó de la idea de que solo en los cementerios pueden alcanzar los hombres la paz perpetua. De hecho, tituló así una obra que resultó seminal en el derecho internacional. En el tercero de los artículos preliminares de una paz perpetua entre los Estados, Kant afirmó que “Los ejércitos permanentes son una incesante amenaza de guerra para los demás Estados, puesto que están siempre dispuestos y preparados para combatir. Los diferentes Estados se empeñan en superarse unos a otros en armamentos, que aumentan sin cesar. Y como, finalmente, los gastos ocasionados por el ejército permanente llegan a hacer la paz aún más intolerable que una guerra corta, acaban por ser ellos mismos la causa de agresiones”.
Esa idea la confirmaba hace noventa años Smedley Butler, un célebre militar estadounidense que, con conocimiento de causa, publicó La guerra es una estafa. Y así comienza su libro: “La guerra es una estafa. Siempre ha sido así. Es posiblemente la estafa más antigua, probablemente la más rentable, seguramente la más atroz. La más internacional en su alcance. La única en que los beneficios se cuentan en dinero y las pérdidas en vidas”.
Cien años después del libro de Kant y cuarenta años antes del manifiesto de Smedley, Alfred Nobel estableció en su testamento las condiciones para que cada año se concedan los cinco premios que llevan su nombre. Y ordenó que el quinto lo recibiera “la persona que haya trabajado más o mejor en favor de la fraternidad entre las naciones, la abolición o reducción de los ejércitos existentes y la celebración y promoción de procesos de paz”. Buenas compañías para animar una empresa de largo aliento en la que la paz perpetua es el fin y el desarme es el medio.
En España tenemos memoria de los perversos efectos de la guerra: los cuarenta años que siguieron al shock de 1936. Y también de la eficacia de las formas pacíficas de acabar con la violencia: las manos blancas frente a ETA y su ejemplar desarme con ese fantasma en la batalla que Agustín Díaz Yanes ha retratado en su última película.
Sin embargo, sigue creciendo el gusto por las hazañas bélicas, las paradas y desfiles militares (incluso en algunos patios escolares) y también esa ludificación de la guerra de la que trata otra película: Turismo de guerra, de Kikol Grau. De hecho, cada vez son más frecuentes esas multitudinarias recreaciones históricas que en realidad son aparatosas y costosas recreaciones bélicas. Seguramente muchos de los que participan en ellas, o las contemplan con agrado, tuvieron de niños juguetes bélicos y, cuando les llegó la edad, no consideraron la posibilidad de declararse objetores de conciencia.
Más que convertir de la guerra en espectáculo lúdico, convendría un acercamiento documentado a esa maldición que nos acompaña desde hace milenios y que algunos, como Luciano Canfora, han llegado a denominar modo de producción bélico. Estaría bien que los docentes fuéramos ávidos lectores de autores que tan tratado en nuestro país ese tema en ensayos tan relevantes y lúcidos como El silencio de la guerra de Antonio Monago o Tierra arrasada de Alfredo González Ruibal. Y de novelas tan aleccionadoras como Las guerras de nuestros antepasados que Miguel Delibes publico hace ahora cincuenta años o La península de las casas vacías de David Uclés.
Lo cierto es que la guerra es el gran tema del pasado y la paz es el gran reto del futuro. En estos tiempos inciertos en los que se incorporan a nuestras aulas los niños que llegarán a conocer el siglo XXII, mejor que dejarles en herencia recreaciones bélicas, estaría bien que pudieran conocer y celebrar los hitos del desarme y los ejemplos de pacifismo. Uno mínimo y cercano podría esa fiesta ovetense del Desarme, cuyo interés no está en las virtudes gastronómicas de sus menús otoñales, sino en el valor poético de la leyenda que conmemora.
Y, hablando de otoño, no estaría mal recordar que entre el Día de Difuntos (opacado como Halloween) y las luces comerciales navideñas hay celebraciones mejores que un viernes negro (alias Black Friday). Entre el tercer jueves de noviembre y el 10 de diciembre hay tres semanas especialmente propicias para desarrollar en las escuelas y en los institutos actividades en favor de la paz y contra la guerra. Ese periodo se cierra con el Día de los Derechos Humanos y se abre con el Día Mundial de la Filosofía, declarado por la UNESCO hace ahora veinte años para recordar “la función esencial de la filosofía para promover la tolerancia y la paz” y subrayar la importancia de “difundir en la opinión pública nociones morales y filosóficas que sirvan para fortalecer el respeto por el ser humano, el amor a la paz, la solidaridad y el apego a un ideal de cultura”.
Pensando contra la guerra. Ese podría ser el lema de las actividades que se podrían desarrollar en los centros educativos entre esas dos fechas. Viñetas contra la guerra (El Roto tiene muchas), palabras contra la guerra, libros contra la guerra, películas contra la guerra, obras de teatro contra la guerra… Son algunas de las cosas que ayudarían a fomentar una cultura pacifista y una educación para el desarme que tendría como destinatarios y protagonistas a esos niños, niñas y adolescentes que están en las edades en que se construyen los imaginarios que hacen que cautive o se deteste ese espectáculo de muerte y destrucción que es siempre la guerra.
Educar contra la guerra es uno de nuestros mayores desafíos como educadores. No los exámenes, ni las rúbricas, ni las programaciones, ni las siglas de la pedagogía burocrática. Se trata de educar para la paz, el desarme y los derechos humanos. De no ser cómplices de las guerras futuras y de promover desde la escuela al desarme de las almas. Porque Vegecio no tenía razón: si quieres la paz, repudia la guerra.
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