(Publicado en Escuela el 6 de febrero de 2014)
La evaluación como causa final de la mejora educativa. Ese es el aristotélico presupuesto de la educación lomciana. Se enseña para evaluar. Se aprende para ser evaluado. Enseñar y aprender no son fines en si mismos. Ni se explican por intenciones distintas que la de obtener los mejores resultados en las pruebas externas. Serán esas evaluaciones las que, desde el futuro y desde fuera, orienten lo que se debe hacer en el presente de cada aula.
Nada de causas eficientes en el nuevo modelo educativo. Las causas que motivan la mejora no son los recursos. Ni los profesores. Ni su formación inicial o continua. Ni la innovación. Tampoco las culturas institucionales. En el nuevo modelo teleológico serán las pruebas externas las que lo mejorarán todo. Nos dirán qué hay que enseñar (y qué no). Nos dirán quién es apto (y quién no). Quién sobresale (y quién fracasa). Y todos sabremos a qué atenernos. Encontraremos nuestro lugar en la escala. Nuestra lugar en la escuela. Y nuestra escuela en la otra escala. Porque en el nuevo modelo la excelencia, como la competividad, será unidimensional.
La única causa revelante es, por tanto, la final. La forma del currículo no afecta a la sustancia de la calidad educativa. Su diseño puede ser tosco. Hasta rancio. Limitarse a la materia de las materias. Porque solo se trata de imponer la disciplina de las disciplinas y para eso sobran otras categorías. Los objetivos están de más. Los contenidos no son discutibles. Solo importan los estándares para la evaluación final. Los que definen la finalidad de todo el sistema. “¿Qué es lo que entra profe?”, decía el alumno limitando al examen lo que debía aprender. “¿Qué es lo que entra ministro?”, dirá la escuela entera en esta distopía educativa que se anticipa en el BOE.
Los aristotélicos autores de esta contrarreforma educativa han dado en la diana. La evaluación es la clave de bóveda de los sistemas educativos. Lo que en gran medida los define. Lo que conecta más íntimamente con las culturas profesionales. Y hábilmente han sabido responder a las más inerciales. A las que consideran que el circular es el movimiento perfecto. Ese que no necesita ser explicado.
La evaluación externa como juicio sumarísimo. Y la evaluación final como juicio final. Está en el alma de esa escala de números enteros que en España tiene en el diez su límite y en el cinco ese rubicón bajo el cual parece natural que siempre haya algunos. En esa lógica, avanzar en el sistema no es madurar y aprender, sino superar obstáculos. Aprobar asignaturas. O repetir, si son más de dos las de menos de cinco. Un sistema para el fracaso. Para la criba. Para dar trabajo a ese demonio de Maxwell escolar del que hablaba Bourdieu en su lúcida metáfora.
Pero la evaluación no debería ser teleológica. Y mucho menos para penalizar. Para cerrar caminos a lo que se puede (y se debe) enseñar (y aprender). La evaluación debe estar siempre más cerca del valor de uso que del valor de cambio. Ese que obsesiona a quienes confunden el valor con el precio y la escuela con el mercado. Esos a los que les son tan útiles algunos usos espurios de la evaluación en los centros.
Como esa letanía que tanto se oye según la cual un alumno puede perder el derecho a la evaluación continua (y con él casi todo). Pero no es así. El alumno nunca pierde el derecho a una evaluación objetiva. Cuando sus ausencias (también las justificadas) hacen imposible que su evaluación sea continua (por ejemplo, sin exámenes) sigue teniendo derecho a ser evaluado (aunque sea con ellos).
O como esa costumbre extendida de restar puntos por faltas de ortografía a la calificación ya obtenida. Valorando en negativo lo que no se valora en positivo. Suponiendo quizá que esa rapiña surtirá mejores efectos sobre la expresión escrita (¿también fuera del examen?) que incentivar su mejora por otros medios.
¿Cuáles? Por ejemplo, su simétrico en positivo. Premiar siempre lo bueno. Traspasar el límite del currículo y llegar más cerca de la vida. Añadir puntos (sin penalizar a nadie) a quien va a una conferencia y la reseña, a quien elabora un reportaje sobre una exposición, a quien hace una crítica de una película u organiza un ciclo de cine en su centro. Estimular la pasión por aprender contagiándola desde unas culturas escolares que se saben cercanas de las otras. Incentivar y valorar (para aprobar unos, para superar el diez otros, ¿o es que hay techo para la excelencia?) la participación en tantas cosas que están fuera de las aulas y que tanto educan si la institución escolar aprende a construir sinergias con ellas. Usar mejor, por tanto, su herramienta más poderosa. Promoviendo una evaluación para el progreso individual y social. Una evaluación que incentive el interés y el esfuerzo en presente continuo y que no tenga su única justificación en las pruebas de un futuro bastante imperfecto. El futuro que se avecina con esa evaluación teleológica a la que todo lo fían quienes, sin embargo, expulsan del bachillerato a Aristóteles.
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