(Publicado en Escuela el 20 de marzo de 2014)
Los argentinos tienen la hermosa costumbre de llamar a algunos lugares por el nombre de quien los habita. Lo de Jesús, Lo de Rosendo o Lo de Mary son restaurantes bonaerenses cuyos nombres parecen humanizar el sitio ligándolo con la persona. Justo lo contrario de lo que ocurre en nuestros espacios escolares. En ellos son las personas las que se acaban identificando con el lugar. Sucede con los alumnos (los de diversificación, los del grupo bilingüe, los del bachillerato tecnológico…) y también con los profesores (los de matemáticas, los de lengua, los de filosofía…) De alguna manera los espacios que configuran la organización escolar se van imponiendo sobre los individuos y, hasta cierto punto, acaban condicionando lo que se espera de ellos.
En el caso de los alumnos, las atribuciones grupales generan expectativas sobre comportamientos y resultados que a veces se convierten en profecías autocumplidas. Aunque 4º A o 4º B sean poco más que entidades administrativas (dada la fragmentación y el reagrupamiento de los alumnos en distintas materias y desdobles) es frecuente percibir diferencias entre los grupos que a veces preceden a las que se advierten entre los alumnos.
Esa tendencia a suponer que en los ecosistemas escolares el nicho modela al bicho no afecta solo a los alumnos. También se percibe así la manera en que nos agrupamos los profesores. Hablamos de los de física, los de historia o los de tecnología no solo para nombrar a grupos de docentes que enseñan las mismas materias. También para aludir a pequeñas comunidades humanas con cierta cohesión interna y visiones del mundo bastante compartidas.
Desde los inicios de nuestra socialización profesional se nos impone una vivencia disciplinar de todo lo que se hace en los centros. Incluso sobre cuestiones que nada tienen que ver con las especialidades van cristalizando percepciones, opiniones y maneras que parecen ser idiosincrásicas de cada una de ellas. Así, no es raro que, en los centros de secundaria de cierto tamaño, algunos departamentos parezcan casi compartimentos. Y se muestren muy unidos frente a las demandas exteriores, aunque no siempre sea tan coherente el trabajo real de sus miembros en las aulas.
Esa cultura escolar disciplinada genera en muchos docentes una percepción alienada de buena parte de su trabajo. Se sienten en si cuando están en su departamento o enseñando su materia y se sienten fuera de si cuando hacen otras cosas. Así, ser tutor se concibe como una labor accidental (y solo anual), mientras que pertenecer a un departamento o ser jefe del mismo se considera función esencial (y a veces vitalicia).
La organización balcanizada de nuestras instituciones escolares no ayuda a romper con las inercias, a instalar la innovación como seña de identidad de unos centros en los que educar pueda ser algo más que sumar enseñanzas. Las estructuras que disciplinan la socialización docente en secundaria tienen una tradición que en España procede de la jerarquización vertical propia de los antiguos institutos de bachillerato. En ellos cada seminario estaba ocupado por un catedrático al que ayudaban profesores agregados (el significado de las palabras es bien revelador). Los seminarios se han convertido en departamentos, los catedráticos siguen existiendo (demostrando que en esta profesión se cobra más por ser que por hacer) y aunque los agregados ya no se llaman así siguen conformando unidades disciplinares que funcionan como agregados de voluntades.
Nada hace pensar que los tiempos venideros serán más propicios para estructuras organizativas más transversales y menos deudoras de esa burocracia falaz que en el mundo escolar unifica la física y la química (pero las separa de la biología y las matemáticas), une a la lingüística y la literatura (pero las disocia de la historia o la filosofía), reúne al arte y la geografía (pero las distancia de la economía o las tecnologías). Las fronteras de ese artificio epistémico se acentúan en nuestros centros a pesar de que cada vez son más borrosas en la realidad actual de la ciencia, el arte, la tecnología y las humanidades. Y, lo que es peor, menos útiles para acercar a nuestros alumnos a la cultura y al conocimiento reales del siglo XXI.
La segmentación disciplinar, la identificación de las competencias con las asignaturas, la primacía de algunas (matemáticas, lengua, idiomas) sobre las demás y la anticipación a la educación primaria de la fragmentación curricular propia de la secundaria parece ser, por el contrario, lo que caracteriza a las nuevas prescripciones normativas.
Frente a todo eso, algo muy bueno de las camisetas verdes es que parecen negar en la calle esas separaciones disciplinares que tanto lastran a nuestros centros. Ahora que el adversario es tan tenaz quizá sea oportuno llevarlas (siquiera mentalmente) también dentro de ellos. Y tomar conciencia de que la organización taifal de las instituciones escolares no favorece a quienes tienen como divisa el progreso educativo de todas las personas.
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