Para aprender otras lenguas conviene poder usarlas en contextos naturales. Por eso las academias de idiomas organizan prácticas de conversación con nativos, algunos cafés ofrecen a sus parroquianos encuentros con extranjeros y hay quienes intentan que el cine que ven en casa no esté doblado y, si pueden, tampoco subtitulado. Pero, siendo muy valiosas, no parece oportuno extender este tipo de microinmersiones lingüísticas a otros contextos en los que el contenido de la comunicación resulte más importante. Por eso nadie propone que en los centros de salud, en las ventanillas de la administración o en las cajas de los centros comerciales se ofrezca la opción de que algunos de los profesionales que allí trabajan (los que acrediten un B2, por ejemplo) atiendan al público en inglés.
Con las cosas serias no se juega y cuando la comunicación se considera importante se usa solo la propia lengua. Por eso tampoco a ningún padre se le ocurre pedir que sean en inglés las clases particulares de matemáticas, danza o piano que paga para sus hijos. Ni tampoco nadie plantea usar esa lengua en las horas de entrenamiento de los niños y adolescentes que sueñan con ser futbolistas. Ya digo, con las cosas serias no se juega.
Cuando se trata de aprender intencionalmente otra lengua los temas que se usan para practicarla se suelen seleccionar por su interés y por su capacidad para facilitar aprendizajes transferibles a diferentes contextos. Nadie encontrará, por tanto, problemas de matemáticas o de física en los materiales didácticos que se utilizan en las academias y escuelas oficiales de idiomas en las que tantas personas aprenden otras lenguas en nuestro país.
Sin embargo, lo que es obvio fuera de la escuela no lo es dentro de ella. Aquí un adjetivo al que se ha pervertido su significado sirve de excusa para hacer cosas que a nadie se le ocurrirían fuera de las instituciones escolares. La ilusión bilingüe lleva a suponer que los alumnos aprenderán mejor inglés si se dan en esa lengua las clases de matemáticas, ciencias o educación física.
Sería discutible que eso fuera así incluso si todos los alumnos que se integran en esos programas fueran tan competentes en esas disciplinas que sus profesores pudieran obviar las dificultades de su aprendizaje y centrarse en que aprendan inglés mientras siguen progresando en ellas. Pero no hace falta acudir a los resultados de PISA para saber que la situación es otra. Los suspensos y las calificaciones mediocres que ponen tantos profesores en nuestros centros indican la importancia de que cada especialista intente garantizar el máximo desarrollo de las competencias propias de su materia sin la interferencia que supone el uso de otra lengua en la comunicación con sus alumnos.
Claro que quizá la ilusión bilingüe consista precisamente en eso, en suponer que por impartir o recibir clases en otra lengua los profesores tendrán alumnos perfectos en su disciplina y éstos no tendrán dificultades en ella. O que ambas cosas se podrían conseguir si se hace una buena selección de quienes se integren en esos programas.
Supongamos que ello fuera así. Que las materias no lingüísticas de los programas bilingües partieran ya de la excelencia, que la segregación ya se hubiera producido y que solo los mejores en ciencias o en matemáticas fueran a las clases en inglés de esas materias. Sin pensar en lo que eso implicaría para los demás, consideremos lo que podría suponer para ellos. ¿Aprenderían mejor inglés y matemáticas los buenos alumnos en esta materia si en sus clases solo se usara esa lengua?
Cabría dudarlo si el que enseñara matemáticas fuera un profesor de inglés con un buen dominio de aquella disciplina (y de su didáctica). Pero la respuesta es más bien negativa si el que las enseña es un especialista en matemáticas con determinado dominio en inglés. Y ello con independencia de cuál sea el grado de su competencia lingüística. Si el docente de matemáticas simplemente está acreditado con el nivel que exigen las administraciones para impartir su materia en otra lengua no será improbable que su competencia en ella sea inferior a la de algunos de sus alumnos, con lo que la eficacia de esas clases (para aprender inglés y también para aprender matemáticas) sería bastante discutible.
Pero imaginemos el caso contrario. Que el especialista de matemáticas o de ciencias sociales que imparte su materia en inglés sea tan competente en esa lengua que incluso fuera bilingüe (en el verdadero significado del término, no en el que se usa en la jerga de esos programas educativos). En este caso, tampoco estaría garantizada una buena enseñanza de esa materia ni del inglés porque dominar bien una lengua no implica que su uso sea el apropiado para quien la está aprendiendo. Eso es algo que cualquier especialista en la enseñanza de lenguas extranjeras sabe de sobra porque conoce (y eso no es mera intuición) la amplitud del vocabulario y la complejidad de las estructuras que pueden ser usadas en cada momento de su aprendizaje.
Como señalé en otro artículo sobre este tema (Escuela, 24/10/2013) quizá no sea la loable intención de mejorar el nivel de aprendizaje de las lenguas extranjeras en España (un cambio que, por razones no solo escolares, ya está siendo espectacular en las últimas generaciones) lo que explica el acrítico sarampión de los programas bilingües que, más que fortalecer la enseñanza intencional de las lenguas extranjeras, está cuarteando la organización de los centros y generando en la red escolar estructuras segregadas con la excusa de considerar enseñanza bilingüe a la que usa otra lengua en una o dos materias no lingüísticas.
Debe quedar claro que esta crítica no se dirige a los buenos profesores que, sin motivaciones espurias, ponen esfuerzo e interés en intentar mejorar la educación de sus alumnos participando en esos programas. No son ellos quienes han decidido implementar unas políticas educativas que conectan la intención plenamente compartible de mejorar el aprendizaje de otras lenguas con la estrategia más que discutible de forzar el significado de las palabras al hablar de bilingüismo e introducir estructuras segregadoras en (y entre) los centros escolares. Pero sí sorprende la diferencia entre la entusiasta acogida con que están siendo recibidos en muchos lugares estos programas y las actitudes con que, dos décadas atrás, se recibió la incorporación de los alumnos de necesidades educativas especiales a los grupos ordinarios en las etapas obligatorias. Con la perspectiva del tiempo seguramente se verá que los efectos secundarios de los programas bilingües (para beneficiar a una parte del profesorado y para laminar la comprensividad educativa) eran mucho más significativos que sus objetivos declarados.
Pero dejando de lado todo eso y centrándonos solo en lo que se podría hacer para mejorar el aprendizaje de otras lenguas, quizá no estaría de más reflexionar sobre algunas cuestiones importantes relacionadas con su enseñanza intencional desde las materias correspondientes y también sobre lo que se podría hacer para favorecer el aprendizaje de otros idiomas desde contextos no escolares.
Empezando por lo primero quizá convendría hablar más de la situación en la que los profesores de lenguas extranjeras desempeñan actualmente su trabajo. La diversidad de su alumnado en relación con las competencias de su competencia es mucho mayor que la que tienen ante si los profesores de otras especialidades. Y no solo “por abajo”. También “por arriba”.
Se habla poco del importante papel que en la formación de nuestros alumnos tiene lo que algunos denominan educación en la sombra (shadow education). Me refiero a esa educación paralela que, mediante refuerzos y clases particulares, se produce fuera de las instituciones escolares y que está encaminada a mejorar los resultados académicos y a potenciar algunas competencias especialmente valoradas. Mucho se podría decir sobre esa primera forma de utilización de las clases particulares (remedial) que pretende reforzar los aprendizajes y mejorar los (malos) resultados escolares y que tiene en las matemáticas uno de sus principales campos de batalla. La enseñanza de lenguas extranjeras en los entornos escolares se ve afectada además por el importante número de alumnos que tienen fuera de la escuela otro tipo de educación en la sombra (enrichment) orientada no tanto a remediar carencias como a mejorar los resultados y a alcanzar niveles de competencia superiores en ámbitos que, como los idiomas, gozan de importante aprecio social. Sobra decir que este segundo tipo de educación en la sombra afecta a la enseñanza del inglés mucho más que a la de otros idiomas.
No son pocos los profesores de esa lengua que hacen grandes esfuerzos para sacarle el mejor partido a la notable diversidad que tienen en sus aulas y, creando climas de convivencia y comunicación adecuados, consiguen que sus clases sean útiles para todos sus alumnos (sobre todo haciendo que unos sean útiles a otros). Pero hay que reconocer que la organización graduada por edades de nuestras instituciones escolares no es la más adecuada para el aprendizaje intencional de otras lenguas. Aunque no se mezclen niños con adolescentes, ni estos con adultos, lo habitual en los programas específicos de enseñanza de lenguas extranjeras es organizar los grupos con una homogeneidad mayor que la que suelen tener ante si los profesores de inglés, especialmente en secundaria.
Para quien me conozca (o me lea) será obvio que no estoy abogando por una organización escolar por niveles de competencias y que las virtudes educativas (y ciudadanas) de la comprensividad me parecen mucho más importantes que las pretendidas ventajas de los grupos no heterogéneos y la segregación escolar. Precisamente por eso, encuentro tan perversos los efectos secundarios (en realidad, no tan secundarios) de los programas bilingües. Pero si nos centramos únicamente en la situación de la enseñanza de las lenguas extranjeras en nuestras instituciones escolares quizá no sea la mejor estrategia mantener en la penumbra los efectos que en ella tiene esa importante educación en la sombra. Especialmente por lo que hace al inglés.
En lugar del ubicuo bilingüismo institucional que, aún antes de la LOMCE, está entrando como un huracán en nuestros centros, quizá cabría pensar en otras formas de entender la inversión educativa que se destina específicamente a favorecer el aprendizaje de las lenguas extranjeras (y no solo las oportunidades profesionales que ofrece a quienes no son especialistas en su enseñanza). En este sentido, conviene recordar que en nuestros centros de secundaria también se oferta a los alumnos una segunda lengua extranjera. Y que muchos la eligen como optativa. Pero en un orden que quizá no sea el más adecuado para afrontar los problemas derivados de la educación en la sombra a propósito de la enseñanza del inglés.
¿Debe ser siempre el inglés la primera lengua extranjera? ¿Debe ser predominantemente el francés la segunda? ¿No convendría enseñar más el portugués en los centros españoles que no están en La Raya? (Lo siento, mi pasión latinoamericana me hace pensar siempre en las oportunidades profesionales y culturales que ofrece Brasil para los españoles que, además del inglés, dominan el portugués).
Si la política educativa en relación con la enseñanza de las lenguas extranjeras no estuviera distraída (con los parabienes sindicales) con el pretendido potencial de las materias no lingüísticas, quizá se podría repensar mejor su espacio propio en los centros educativos. Un espacio que quizá debería relacionar más a los profesores de inglés con los de francés, portugués, italiano o alemán que con los de matemáticas, educación plástica o ciencias sociales. No quiero plantear ahora el debate de si tiene sentido que existan departamentos didácticos diferenciados para las distintas lenguas extranjeras (en cuya enseñanza se trabaja con la misma competencia) ni lo que supondría que hubiera un macrodepartamento de otras lenguas y culturas que pudiera ser algo así como el gran departamento de relaciones internacionales de cada centro orientado no solo a la enseñanza de otras lenguas como asignaturas escolares, sino convertido también en plataforma desde la que se ensancharan los horizontes de los alumnos. Un gran departamento en el que no solo los auxiliares de conversación de distintos países dieran vida y color al centro, sino también las muy diversas actividades culturales y extraescolares que se podrían organizar desde un lugar que, concebido así, podría ser mucho más potente y valioso (y mucho menos disciplinar) que los actuales departamentos didácticos de las distintas lenguas extranjeras.
Pero prefiero no entrar ahora en cuestiones organizativas. Ni tampoco en revisiones curriculares. Solo quiero sugerir algo bastante modesto y creo que viable para mejorar la situación de la enseñanza de idiomas sin cambios normativos ni inversiones en programas institucionales con nombres pregnantes. Algo tan sencillo como que los centros de secundaria de cierto tamaño (tres o cuatro líneas) ofrecieran (y promovieran) la posibilidad de cursar dos lenguas extranjeras en condiciones mejores que las actuales.
En primero de la ESO los alumnos ya han tenido un largo contacto (escolar casi todos, extraescolar algunos) con el inglés. Pero seguramente muy poco con el francés, el portugués u otras lenguas no españolas. Si desde ese nivel se ofreciera alguna de ellas como primera lengua extranjera (digo mal, no solo que se ofreciera, quiero decir que se fomentara al menos con la misma pasión con que otros han sabido vender lo bueno que es estudiar matemáticas en inglés), se podrían dedicar las horas de una primera lengua extranjera (que no son pocas) a la que suele ser la segunda. Esa lengua (francés, portugués, etc) es, por lo general, menos accesible que el inglés para su aprendizaje en contextos extraescolares. Por lo demás, esos alumnos (especialmente interesados en una buena formación en más de un idioma) cursarían inglés como segunda lengua extranjera y no partirían de cero, ya que esa optativa seguramente sería especialmente interesante para quienes ya están teniendo esa educación en la sombra como enriquecimiento. Así esas pocas horas semanales de la segunda lengua extranjera no solo serían más productivas para ellos, sino también para los alumnos que cursaran inglés como primera lengua extranjera y entre los que, sin aquellos, seguramente habría un nivel más homogéneo en el aula.
Así los esfuerzos de los especialistas de esas dos (o más) lenguas extranjeras y de los auxiliares de conversación (que deberían llegar a todos los centros) tendrían focos bien diferenciados: una lengua extranjera no inglesa que cuenta con más horas a la semana, un inglés como segunda lengua extranjera cursada por un alumnado para el que esas clases podrían dejar de ser menos valiosas que las particulares y un inglés como primera lengua extranjera en el que se podría garantizar con más facilidad esos mínimos de competencias comunicativas que parece inaceptable que no alcancen todos los ciudadanos españoles que pasan por clases de inglés durante al menos diez años de su vida.
Un planteamiento así no requiere grandes reformas curriculares. Puede hacerse ya mismo desde cualquier centro que se lo plantee con solo dejar de obsesionarse con esa costosa ilusión bilingüe que hoy tiene hechizados a tantos y dejar crecer la ilusión por favorecer y extender la enseñanza de las lenguas extranjeras (y algo que no se debe separar de ellas: el contagio del gusto por sus culturas) con los profesionales que mejor pueden hacerlo, los profesores de idiomas a cuya formación continua últimamente se está dedicando menos atención que al logro de un B2 por parte del resto del profesorado.
Para terminar, una breve mención a esa segunda dimensión del fortalecimiento de los contextos en los que un país puede fomentar que sus ciudadanos tengan contacto con distintas lenguas (y, en el caso de España, también con las diferentes lenguas del propio país).
La educación en la sombra no solo se desarrolla en los escasos diez meses del curso escolar español. En el caso de los idiomas tiene un momento fundamental a primeros de julio cuando nuestros aeropuertos se llenan de adolescentes que viajan a Gran Bretaña, Canadá o Estados Unidos haciendo del tiempo de vacaciones estivales una ocasión para la inmersión lingüística. Si nos fijamos en ellos veremos que su extracción social no es aleatoria. El capital cultural de sus familias (también el otro) les ofrece la oportunidad de acceder a vivencias (no solo educativas) que son bien diferentes de las que tienen otros jóvenes de su edad. Desde hace muchos años se vienen convocado becas que intentan compensar esta desigualdad de oportunidades que tiene en el aprendizaje de las lenguas su aspecto más visible, pero que afecta a muchas más cosas. Por eso sería muy importante la ampliación significativa del número de esas becas, garantizar que los programas para los que se usan son los más eficaces y promover que durante el curso escolar los centros organicen con más frecuencia intercambios escolares con sus alumnos. Y no solo con centros extranjeros. Porque buena falta nos haría en España que los intercambios entre centros de regiones distintas (y también distantes en más de un sentido) fueran tan habituales que la convivencia en las familias de todas las regiones fuera destruyendo en nuestros jóvenes esos prejuicios que tanto daño han hecho en este país a las generaciones anteriores.
Y precisamente de tiempos anteriores hemos heredado un defecto muy español que nos perjudica especialmente en el acercamiento a otras lenguas. Algo hay en común entre la defensa del ancho de vía ibérico para las comunicaciones terrestres y la obsesión de que en la televisión y en los cines españoles solo se oyera el castellano. Frente a esa herencia histórica hoy es un lugar común destacar las ventajas de no doblar los productos audiovisuales que se importan. En muchos países las versiones originales subtituladas son tan naturales en los dibujos animados televisivos como en el cine de arte y ensayo. Aquí no. Aquí durante décadas en los medios no se oía otra lengua que el castellano (incluso extrañaban los acentos del otro lado del charco).
¿Será tarde para cambiar los hábitos de los consumidores españoles de cine y televisión? Quizá no. De hecho ya están cambiando. La actual revolución en las formas de consumo audiovisual hace que ya no sean la televisión y el cine los únicos formatos (ni quizá los más frecuentes) que utilizan nuestros jóvenes. De hecho, la evidente mejora del dominio del inglés en una parte de esas nuevas generaciones quizá se pueda relacionar más con su exposición a la música, las series y las películas que ven y oyen en su idioma original que al hecho de que empiecen a estudiar matemáticas en inglés en los centros (mal) llamados bilingües.
La política educativa y la cultural tienen en la cuestión del doblaje un buen punto de encuentro. Aunque el poder de las grandes multinacionales es notable y su tendencia a no subtitular las superproducciones es clara (aunque en otros muchos ámbitos la penetración del inglés en nuestra vida cotidiana sea casi obscena), los eventuales apoyos que se podrían dar a la exhibición de audiovisuales en versión original subtitulada podrían tener buenos efectos culturales y educativos.
Pero la ingenuidad de esta ilusión bilingüe que hoy se extiende como pensamiento único sobre la enseñanza de otras lenguas en nuestro sistema educativo hace difícil abrir la agenda a estos y otros temas. No obstante, más pronto que tarde, esa obsesión pasará y sobre el aprendizaje de otras lenguas se irán abriendo camino planteamientos más sensatos en el sistema educativo de un país que, al margen de otras carencias, no parece tomar conciencia de la fortuna que supone nacer en la segunda lengua con más hablantes nativos del mundo.
Con las cosas serias no se juega y cuando la comunicación se considera importante se usa solo la propia lengua. Por eso tampoco a ningún padre se le ocurre pedir que sean en inglés las clases particulares de matemáticas, danza o piano que paga para sus hijos. Ni tampoco nadie plantea usar esa lengua en las horas de entrenamiento de los niños y adolescentes que sueñan con ser futbolistas. Ya digo, con las cosas serias no se juega.
Cuando se trata de aprender intencionalmente otra lengua los temas que se usan para practicarla se suelen seleccionar por su interés y por su capacidad para facilitar aprendizajes transferibles a diferentes contextos. Nadie encontrará, por tanto, problemas de matemáticas o de física en los materiales didácticos que se utilizan en las academias y escuelas oficiales de idiomas en las que tantas personas aprenden otras lenguas en nuestro país.
Sin embargo, lo que es obvio fuera de la escuela no lo es dentro de ella. Aquí un adjetivo al que se ha pervertido su significado sirve de excusa para hacer cosas que a nadie se le ocurrirían fuera de las instituciones escolares. La ilusión bilingüe lleva a suponer que los alumnos aprenderán mejor inglés si se dan en esa lengua las clases de matemáticas, ciencias o educación física.
Sería discutible que eso fuera así incluso si todos los alumnos que se integran en esos programas fueran tan competentes en esas disciplinas que sus profesores pudieran obviar las dificultades de su aprendizaje y centrarse en que aprendan inglés mientras siguen progresando en ellas. Pero no hace falta acudir a los resultados de PISA para saber que la situación es otra. Los suspensos y las calificaciones mediocres que ponen tantos profesores en nuestros centros indican la importancia de que cada especialista intente garantizar el máximo desarrollo de las competencias propias de su materia sin la interferencia que supone el uso de otra lengua en la comunicación con sus alumnos.
Claro que quizá la ilusión bilingüe consista precisamente en eso, en suponer que por impartir o recibir clases en otra lengua los profesores tendrán alumnos perfectos en su disciplina y éstos no tendrán dificultades en ella. O que ambas cosas se podrían conseguir si se hace una buena selección de quienes se integren en esos programas.
Supongamos que ello fuera así. Que las materias no lingüísticas de los programas bilingües partieran ya de la excelencia, que la segregación ya se hubiera producido y que solo los mejores en ciencias o en matemáticas fueran a las clases en inglés de esas materias. Sin pensar en lo que eso implicaría para los demás, consideremos lo que podría suponer para ellos. ¿Aprenderían mejor inglés y matemáticas los buenos alumnos en esta materia si en sus clases solo se usara esa lengua?
Cabría dudarlo si el que enseñara matemáticas fuera un profesor de inglés con un buen dominio de aquella disciplina (y de su didáctica). Pero la respuesta es más bien negativa si el que las enseña es un especialista en matemáticas con determinado dominio en inglés. Y ello con independencia de cuál sea el grado de su competencia lingüística. Si el docente de matemáticas simplemente está acreditado con el nivel que exigen las administraciones para impartir su materia en otra lengua no será improbable que su competencia en ella sea inferior a la de algunos de sus alumnos, con lo que la eficacia de esas clases (para aprender inglés y también para aprender matemáticas) sería bastante discutible.
Pero imaginemos el caso contrario. Que el especialista de matemáticas o de ciencias sociales que imparte su materia en inglés sea tan competente en esa lengua que incluso fuera bilingüe (en el verdadero significado del término, no en el que se usa en la jerga de esos programas educativos). En este caso, tampoco estaría garantizada una buena enseñanza de esa materia ni del inglés porque dominar bien una lengua no implica que su uso sea el apropiado para quien la está aprendiendo. Eso es algo que cualquier especialista en la enseñanza de lenguas extranjeras sabe de sobra porque conoce (y eso no es mera intuición) la amplitud del vocabulario y la complejidad de las estructuras que pueden ser usadas en cada momento de su aprendizaje.
Como señalé en otro artículo sobre este tema (Escuela, 24/10/2013) quizá no sea la loable intención de mejorar el nivel de aprendizaje de las lenguas extranjeras en España (un cambio que, por razones no solo escolares, ya está siendo espectacular en las últimas generaciones) lo que explica el acrítico sarampión de los programas bilingües que, más que fortalecer la enseñanza intencional de las lenguas extranjeras, está cuarteando la organización de los centros y generando en la red escolar estructuras segregadas con la excusa de considerar enseñanza bilingüe a la que usa otra lengua en una o dos materias no lingüísticas.
Debe quedar claro que esta crítica no se dirige a los buenos profesores que, sin motivaciones espurias, ponen esfuerzo e interés en intentar mejorar la educación de sus alumnos participando en esos programas. No son ellos quienes han decidido implementar unas políticas educativas que conectan la intención plenamente compartible de mejorar el aprendizaje de otras lenguas con la estrategia más que discutible de forzar el significado de las palabras al hablar de bilingüismo e introducir estructuras segregadoras en (y entre) los centros escolares. Pero sí sorprende la diferencia entre la entusiasta acogida con que están siendo recibidos en muchos lugares estos programas y las actitudes con que, dos décadas atrás, se recibió la incorporación de los alumnos de necesidades educativas especiales a los grupos ordinarios en las etapas obligatorias. Con la perspectiva del tiempo seguramente se verá que los efectos secundarios de los programas bilingües (para beneficiar a una parte del profesorado y para laminar la comprensividad educativa) eran mucho más significativos que sus objetivos declarados.
Pero dejando de lado todo eso y centrándonos solo en lo que se podría hacer para mejorar el aprendizaje de otras lenguas, quizá no estaría de más reflexionar sobre algunas cuestiones importantes relacionadas con su enseñanza intencional desde las materias correspondientes y también sobre lo que se podría hacer para favorecer el aprendizaje de otros idiomas desde contextos no escolares.
Empezando por lo primero quizá convendría hablar más de la situación en la que los profesores de lenguas extranjeras desempeñan actualmente su trabajo. La diversidad de su alumnado en relación con las competencias de su competencia es mucho mayor que la que tienen ante si los profesores de otras especialidades. Y no solo “por abajo”. También “por arriba”.
Se habla poco del importante papel que en la formación de nuestros alumnos tiene lo que algunos denominan educación en la sombra (shadow education). Me refiero a esa educación paralela que, mediante refuerzos y clases particulares, se produce fuera de las instituciones escolares y que está encaminada a mejorar los resultados académicos y a potenciar algunas competencias especialmente valoradas. Mucho se podría decir sobre esa primera forma de utilización de las clases particulares (remedial) que pretende reforzar los aprendizajes y mejorar los (malos) resultados escolares y que tiene en las matemáticas uno de sus principales campos de batalla. La enseñanza de lenguas extranjeras en los entornos escolares se ve afectada además por el importante número de alumnos que tienen fuera de la escuela otro tipo de educación en la sombra (enrichment) orientada no tanto a remediar carencias como a mejorar los resultados y a alcanzar niveles de competencia superiores en ámbitos que, como los idiomas, gozan de importante aprecio social. Sobra decir que este segundo tipo de educación en la sombra afecta a la enseñanza del inglés mucho más que a la de otros idiomas.
No son pocos los profesores de esa lengua que hacen grandes esfuerzos para sacarle el mejor partido a la notable diversidad que tienen en sus aulas y, creando climas de convivencia y comunicación adecuados, consiguen que sus clases sean útiles para todos sus alumnos (sobre todo haciendo que unos sean útiles a otros). Pero hay que reconocer que la organización graduada por edades de nuestras instituciones escolares no es la más adecuada para el aprendizaje intencional de otras lenguas. Aunque no se mezclen niños con adolescentes, ni estos con adultos, lo habitual en los programas específicos de enseñanza de lenguas extranjeras es organizar los grupos con una homogeneidad mayor que la que suelen tener ante si los profesores de inglés, especialmente en secundaria.
Para quien me conozca (o me lea) será obvio que no estoy abogando por una organización escolar por niveles de competencias y que las virtudes educativas (y ciudadanas) de la comprensividad me parecen mucho más importantes que las pretendidas ventajas de los grupos no heterogéneos y la segregación escolar. Precisamente por eso, encuentro tan perversos los efectos secundarios (en realidad, no tan secundarios) de los programas bilingües. Pero si nos centramos únicamente en la situación de la enseñanza de las lenguas extranjeras en nuestras instituciones escolares quizá no sea la mejor estrategia mantener en la penumbra los efectos que en ella tiene esa importante educación en la sombra. Especialmente por lo que hace al inglés.
En lugar del ubicuo bilingüismo institucional que, aún antes de la LOMCE, está entrando como un huracán en nuestros centros, quizá cabría pensar en otras formas de entender la inversión educativa que se destina específicamente a favorecer el aprendizaje de las lenguas extranjeras (y no solo las oportunidades profesionales que ofrece a quienes no son especialistas en su enseñanza). En este sentido, conviene recordar que en nuestros centros de secundaria también se oferta a los alumnos una segunda lengua extranjera. Y que muchos la eligen como optativa. Pero en un orden que quizá no sea el más adecuado para afrontar los problemas derivados de la educación en la sombra a propósito de la enseñanza del inglés.
¿Debe ser siempre el inglés la primera lengua extranjera? ¿Debe ser predominantemente el francés la segunda? ¿No convendría enseñar más el portugués en los centros españoles que no están en La Raya? (Lo siento, mi pasión latinoamericana me hace pensar siempre en las oportunidades profesionales y culturales que ofrece Brasil para los españoles que, además del inglés, dominan el portugués).
Si la política educativa en relación con la enseñanza de las lenguas extranjeras no estuviera distraída (con los parabienes sindicales) con el pretendido potencial de las materias no lingüísticas, quizá se podría repensar mejor su espacio propio en los centros educativos. Un espacio que quizá debería relacionar más a los profesores de inglés con los de francés, portugués, italiano o alemán que con los de matemáticas, educación plástica o ciencias sociales. No quiero plantear ahora el debate de si tiene sentido que existan departamentos didácticos diferenciados para las distintas lenguas extranjeras (en cuya enseñanza se trabaja con la misma competencia) ni lo que supondría que hubiera un macrodepartamento de otras lenguas y culturas que pudiera ser algo así como el gran departamento de relaciones internacionales de cada centro orientado no solo a la enseñanza de otras lenguas como asignaturas escolares, sino convertido también en plataforma desde la que se ensancharan los horizontes de los alumnos. Un gran departamento en el que no solo los auxiliares de conversación de distintos países dieran vida y color al centro, sino también las muy diversas actividades culturales y extraescolares que se podrían organizar desde un lugar que, concebido así, podría ser mucho más potente y valioso (y mucho menos disciplinar) que los actuales departamentos didácticos de las distintas lenguas extranjeras.
Pero prefiero no entrar ahora en cuestiones organizativas. Ni tampoco en revisiones curriculares. Solo quiero sugerir algo bastante modesto y creo que viable para mejorar la situación de la enseñanza de idiomas sin cambios normativos ni inversiones en programas institucionales con nombres pregnantes. Algo tan sencillo como que los centros de secundaria de cierto tamaño (tres o cuatro líneas) ofrecieran (y promovieran) la posibilidad de cursar dos lenguas extranjeras en condiciones mejores que las actuales.
En primero de la ESO los alumnos ya han tenido un largo contacto (escolar casi todos, extraescolar algunos) con el inglés. Pero seguramente muy poco con el francés, el portugués u otras lenguas no españolas. Si desde ese nivel se ofreciera alguna de ellas como primera lengua extranjera (digo mal, no solo que se ofreciera, quiero decir que se fomentara al menos con la misma pasión con que otros han sabido vender lo bueno que es estudiar matemáticas en inglés), se podrían dedicar las horas de una primera lengua extranjera (que no son pocas) a la que suele ser la segunda. Esa lengua (francés, portugués, etc) es, por lo general, menos accesible que el inglés para su aprendizaje en contextos extraescolares. Por lo demás, esos alumnos (especialmente interesados en una buena formación en más de un idioma) cursarían inglés como segunda lengua extranjera y no partirían de cero, ya que esa optativa seguramente sería especialmente interesante para quienes ya están teniendo esa educación en la sombra como enriquecimiento. Así esas pocas horas semanales de la segunda lengua extranjera no solo serían más productivas para ellos, sino también para los alumnos que cursaran inglés como primera lengua extranjera y entre los que, sin aquellos, seguramente habría un nivel más homogéneo en el aula.
Así los esfuerzos de los especialistas de esas dos (o más) lenguas extranjeras y de los auxiliares de conversación (que deberían llegar a todos los centros) tendrían focos bien diferenciados: una lengua extranjera no inglesa que cuenta con más horas a la semana, un inglés como segunda lengua extranjera cursada por un alumnado para el que esas clases podrían dejar de ser menos valiosas que las particulares y un inglés como primera lengua extranjera en el que se podría garantizar con más facilidad esos mínimos de competencias comunicativas que parece inaceptable que no alcancen todos los ciudadanos españoles que pasan por clases de inglés durante al menos diez años de su vida.
Un planteamiento así no requiere grandes reformas curriculares. Puede hacerse ya mismo desde cualquier centro que se lo plantee con solo dejar de obsesionarse con esa costosa ilusión bilingüe que hoy tiene hechizados a tantos y dejar crecer la ilusión por favorecer y extender la enseñanza de las lenguas extranjeras (y algo que no se debe separar de ellas: el contagio del gusto por sus culturas) con los profesionales que mejor pueden hacerlo, los profesores de idiomas a cuya formación continua últimamente se está dedicando menos atención que al logro de un B2 por parte del resto del profesorado.
Para terminar, una breve mención a esa segunda dimensión del fortalecimiento de los contextos en los que un país puede fomentar que sus ciudadanos tengan contacto con distintas lenguas (y, en el caso de España, también con las diferentes lenguas del propio país).
La educación en la sombra no solo se desarrolla en los escasos diez meses del curso escolar español. En el caso de los idiomas tiene un momento fundamental a primeros de julio cuando nuestros aeropuertos se llenan de adolescentes que viajan a Gran Bretaña, Canadá o Estados Unidos haciendo del tiempo de vacaciones estivales una ocasión para la inmersión lingüística. Si nos fijamos en ellos veremos que su extracción social no es aleatoria. El capital cultural de sus familias (también el otro) les ofrece la oportunidad de acceder a vivencias (no solo educativas) que son bien diferentes de las que tienen otros jóvenes de su edad. Desde hace muchos años se vienen convocado becas que intentan compensar esta desigualdad de oportunidades que tiene en el aprendizaje de las lenguas su aspecto más visible, pero que afecta a muchas más cosas. Por eso sería muy importante la ampliación significativa del número de esas becas, garantizar que los programas para los que se usan son los más eficaces y promover que durante el curso escolar los centros organicen con más frecuencia intercambios escolares con sus alumnos. Y no solo con centros extranjeros. Porque buena falta nos haría en España que los intercambios entre centros de regiones distintas (y también distantes en más de un sentido) fueran tan habituales que la convivencia en las familias de todas las regiones fuera destruyendo en nuestros jóvenes esos prejuicios que tanto daño han hecho en este país a las generaciones anteriores.
Y precisamente de tiempos anteriores hemos heredado un defecto muy español que nos perjudica especialmente en el acercamiento a otras lenguas. Algo hay en común entre la defensa del ancho de vía ibérico para las comunicaciones terrestres y la obsesión de que en la televisión y en los cines españoles solo se oyera el castellano. Frente a esa herencia histórica hoy es un lugar común destacar las ventajas de no doblar los productos audiovisuales que se importan. En muchos países las versiones originales subtituladas son tan naturales en los dibujos animados televisivos como en el cine de arte y ensayo. Aquí no. Aquí durante décadas en los medios no se oía otra lengua que el castellano (incluso extrañaban los acentos del otro lado del charco).
¿Será tarde para cambiar los hábitos de los consumidores españoles de cine y televisión? Quizá no. De hecho ya están cambiando. La actual revolución en las formas de consumo audiovisual hace que ya no sean la televisión y el cine los únicos formatos (ni quizá los más frecuentes) que utilizan nuestros jóvenes. De hecho, la evidente mejora del dominio del inglés en una parte de esas nuevas generaciones quizá se pueda relacionar más con su exposición a la música, las series y las películas que ven y oyen en su idioma original que al hecho de que empiecen a estudiar matemáticas en inglés en los centros (mal) llamados bilingües.
La política educativa y la cultural tienen en la cuestión del doblaje un buen punto de encuentro. Aunque el poder de las grandes multinacionales es notable y su tendencia a no subtitular las superproducciones es clara (aunque en otros muchos ámbitos la penetración del inglés en nuestra vida cotidiana sea casi obscena), los eventuales apoyos que se podrían dar a la exhibición de audiovisuales en versión original subtitulada podrían tener buenos efectos culturales y educativos.
Pero la ingenuidad de esta ilusión bilingüe que hoy se extiende como pensamiento único sobre la enseñanza de otras lenguas en nuestro sistema educativo hace difícil abrir la agenda a estos y otros temas. No obstante, más pronto que tarde, esa obsesión pasará y sobre el aprendizaje de otras lenguas se irán abriendo camino planteamientos más sensatos en el sistema educativo de un país que, al margen de otras carencias, no parece tomar conciencia de la fortuna que supone nacer en la segunda lengua con más hablantes nativos del mundo.
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