11 de noviembre de 2016

Expulsado

(Publicado en Escuela el 10 de noviembre de 2016)

Del aula, del centro, del sistema escolar. Al pasillo, a jefatura, para casa. Por unos minutos, sin recreo, durante varios días... Haya o no aulas de convivencia (o de castigo), el verbo expulsar se sigue conjugando con demasiada frecuencia en secundaria. Algunos profesores (siempre los mismos), algunos jefes de estudios (los que se sentirían cómodos en el ministerio del interior) y algunos directores (los que quisieran la paz perpetua en sus institutos) usan y abusan de la expulsión con la misma facilidad que algunos árbitros de fútbol.

Se expulsa por hablar, por llegar tarde, por no llegar, por reír, por responder, por no responder, por no atender y hasta por no entender por qué se les expulsa. Siempre hay un motivo para condenar a alguien al ostracismo. Para señalar que el aula no es de todos ni para todos. Que algunos no la merecen. Que no deben seguir en ella. Así que al final el expulsado acaba siendo un habitual del despido. Alguien que asume el rol del raro del grupo. Del payaso. Del malote. Del que sabe provocar al profesor y sabe que el profesor caerá en su trampa. Un tipo muy singular, pero también muy gregario. En el pasillo, en jefatura o en el patio no es raro verlo con otros expulsados, bien integrado en el grupo de los desintegrados. Esos que tarde o temprano acaban recibiendo lo que piden: un puente de plata para el enemigo que huye. Primero del aula, luego del centro y finalmente del sistema escolar.

La lógica de la expulsión es vieja. Viene de los tiempos en que la educación era un privilegio que solo disfrutaban los que lo tenían por cuna o lo conseguían por mérito. “El que vale vale y el que no pa Entrecanales” se decía en Asturias entonces. Sobrevivir en la escuela o malvivir trabajando. Ese era el destino de los menesterosos, de la mayoría social en unos tiempos en los que, además de las expulsiones, parecían normales las reválidas y los exámenes de ingreso: la comprobación externa de lo que se aprendía y la selección interna de los que podrían aprender.

Ahora que las reválidas se han hecho otra vez fuertes en nuestro lenguaje (el lugar más peligroso) no es raro que la lógica de la expulsión regrese con fuerza. De hecho, nunca fue ajena al imaginario de algunos profesores. Esos que consideran pusilánimes a los que no expulsan. Los que al comienzo del curso recomiendan entrar con gesto serio al aula y expulsar a la primera de cambio para hacerse respetar. Son los obsesionados con el orden. Los que quisieran imponerlo con su sola presencia. Esos a quienes les gustaría que los alumnos fueran dóciles y temerosos. Y que no saben qué hacer cuando no lo son. Por eso expulsan. Porque les faltan habilidades y les sobra inseguridad.

Son ellos precisamente los que generan más conflictos. Los que, con la excusa del orden, multiplican las tensiones y complican cada día el trabajo de los demás. Son los que desconfían a priori de los alumnos (también de los padres) y desprecian esas modernidades de la participación educativa y la mediación escolar.

Algunos directores tienen miedo a la presión de los expulsadores. A sus mafias soterradas. A sus intervenciones apocalípticas en los claustros. A su “ya está bien” y a su “lo que habría que hacer”. Por eso muchos alumnos acaban expulsados. Para apaciguarlos, para que se calmen. Pero ellos son insaciables y siempre encontrarán nuevos alumnos (y hasta grupos enteros) que deberían ser expulsados.

La lógica de la expulsión es irracional. Cualquiera lo sabe a poco que lo piense. Al alumno que falta a las clases se le expulsa para que aún esté menos. Al que provoca conflictos se le evita el aprendizaje de tener que enfrentarse a ellos. Al que no quiere estar en la clase se le hace caso y se le manda fuera. Justo lo contrario de lo que el sentido común recomendaría hacer: al absentista permanecer más tiempo en el centro, al que molesta enfrentarle a sus actos y al que no soporta el aula intentar entender qué le pasa.

Y es que siempre hay motivos detrás de cada conflicto que lleva a una expulsión. Los candidatos a ser expulsados suelen ser muy diferentes de los que nunca lo serán. Y si la escuela cierra los ojos ante esa diferencia no cumple su función de preparar lo mejor que pueda y sepa para la vida. Y preparar a todos. No solo a los que se lo ponen fácil.

La expulsión es, por lo demás, el acto puntual y expreso de un proceso continuo y tácito que se llama segregación. Nuestro sistema escolar lleva tiempo practicándolo. Llevando a muchos más de los que debería a las “garantías sociales”, a los “pecepeís”, a las “efepebés” o como se llamen después esos destinos que el sistema percibe como desagües de sus problemas. Un sistema que genera porcentajes de fracaso que nunca bajan de las dos cifras y que sigue inventando artefactos que incrementan la segregación. El de las secciones bilingües es el más extendido. El que seguramente reduce las expulsiones en unas aulas a costa de hacer más difícil el trabajo en las demás.

Igual que sobre los deberes, en algún momento se llegó a decir que la ley prohibía las expulsiones. Que contrariaban el derecho a la educación. Entonces aparecieron los eufemismos. Las segregaciones enmascaradas. Los espacios y los grupos especiales. Los sitios a los que derivar las prácticas innombrables. Esas que deberían avergonzar a quienes trabajamos en un sistema que se llama educativo y en el que cada día se echa más en falta el pensamiento crítico, el que ayuda a entender que expulsar y segregar son verbos que se llevan mal con educar.

1 comentario:

  1. Me queda clara la opinión del autor, pero ¿hay alguna propuesta al respecto?

    ¡Saludos!

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