(Publicado en Escuela el 15 de diciembre de 2016)
“Virgencita, virgencita, que me quede como estoy”. En los últimos meses esta plegaria se ha extendido por centros de secundaria, administraciones autonómicas y universidades ante una de las herencias más envenenadas que nos ha dejado el wertismo. Y es que la PAU casi nos parece perfecta comparada con esa oxidada bisagra que la LOMCE ha puesto entre el bachillerato y la universidad.
Las
palabras importan. Por eso no fue inocente el cambio que se produjo hace años
desde una prueba pensada para la selección (la vieja selectividad) hacia otra
(la PAU) orientada principalmente a ordenar el acceso a los estudios con límite
de plazas. Con la LOMCE nos enfrentamos a un nuevo dispositivo que es primo
hermano de aquellas viejas reválidas que hasta en el nombre desconfiaban de los
alumnos y los profesores.
Además
de establecer un bachillerato mucho menos flexible en el que no será inocuo el
nuevo lugar que ocupan las Matemáticas (ahora materia común en sustitución de Historia
de la Filosofía en segundo y de Ciencias para el Mundo Contemporáneo en
primero), la LOMCE introduce en el artículo 36 bis una evaluación final por la
que los alumnos tendrían que examinarse del doble de materias que en la PAU con
muchas menos oportunidades de elección de las que había antes.
Ni siquiera la modificación de lo establecido en esa Ley Orgánica, por la muy discutible vía del Real Decreto Ley, resolverá el daño hecho. La nueva prueba que ahora se plantea constará seguramente de cuatro materias entre las que los alumnos ya no podrán elegir nada: será necesariamente sobre Historia de España (hasta ahora los alumnos podían optar entre esa materia e Historia de la Filosofía), sobre Lengua Castellana y Literatura, sobre Lengua Extranjera y, para la mayoría, también sobre Matemáticas o Latín (hasta ahora podían elegir la cuarta materia entre todas las de modalidad).
Todos
esos cambios entrañan el riesgo de que aumenten significativamente (y sean de
dos cifras) los porcentajes de alumnos que, tras la prueba, no puedan acceder a
la universidad. Incluso puede suceder que el temor de los docentes a los
resultados que puedan obtener sus alumnos en las nuevas materias obligatorias
de la prueba acabe reduciendo los porcentajes de aprobados en el propio
bachillerato.
Así
que es comprensible la preocupación de todo el mundo ante un problema que tiene
difícil solución si no se cambia la LOMCE, una ley que fue aprobada sin calibrar
las implicaciones que podría llegar a tener esa temeraria evaluación final. Que
se presente ahora como el comienzo de un gran pacto educativo lo que es solo un
lamentable parcheo es todo un indicador de que en nuestra política educativa
importan más los gestos y los relatos que las actuaciones y las normas.
La
incertidumbre con que ha comenzado este curso y el carácter de mal menor de las
medidas transitorias que se anuncian, deberían vacunarnos ante experimentos que,
como el de esa reválida rediviva, han llegado a figurar en una ley orgánica y
que solo se explican por la voluntad de los integristas wertianos de reducir el porcentaje de jóvenes que cursan bachillerato
(en favor de la formación profesional) y de los que acceden a estudios
universitarios (al menos en las universidades públicas).
Lo
malo de situaciones como esta es que, intentando recomponer los daños que
provocarían unas pruebas tan aberrantes, acabamos saludando como agua de mayo
cualquier solución que se parezca a la PAU y nos olvidamos de las cosas que aún
debían ser mejoradas en ella.
Por
ejemplo, las fechas en que se ha venido haciendo esa prueba, que en muchos lugares
suponen una reducción de más de un mes en el calendario lectivo real. Pero
también otros muchos aspectos como el hecho de que un alumno podía no superar
la PAU teniendo idénticas calificaciones que otro que sí la aprobaba según dónde
se examinara cada uno de ellos de determinada materia, en la fase general o en
la específica. O el limitado control efectivo sobre el comportamiento de la
variable corrector, y no solo en lo relativo al porcentaje de aprobados sino en
algo no menos importante como es la frecuencia de uso de los diferentes rangos
de calificaciones. O el absurdo de que el cálculo de la nota final se haga con
un redondeo de dos decimales en la calificación de bachillerato mientras que el
de la prueba se haga con tres (hace dos años uno de mis alumnos obtuvo por ello
una calificación de 4,999 cuando su calificación real era de 5,0014), un
redondeo que puede generar también injusticias en la determinación de la última
calificación con que se accede a los estudios con límite de plazas. O también
que las calificaciones de las materias de la PAU en diferentes universidades
tengan distintas indicaciones sobre el redondeo que deben aplicar los
correctores, haciendo que a veces no se consideren diferencias de hasta medio
punto en las calificaciones de los exámenes.
Todas esos detalles técnicos no son nada al lado de lo que supondría la
evaluación final prevista en la LOMCE. Sin embargo, trabajando por mejorar esas
cosas, más complejas y menos mediáticas, es como se evita que se aborden con
simplismo o ignorancia unos asuntos delicados en los que se juegan su futuro
decenas de miles de jóvenes cada año. Y eso es algo que no deberíamos olvidar
en estos tiempos en que la reválida se ha hecho tan fuerte en el lenguaje que parece
que lo único que podemos esperar ya es una PAU revalidada.
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