(Publicado en Escuela el 23 de febrero de 2017)
En los últimos años el bachillerato ha sido uno de los principales motivos del auge de la idea de que resulta imprescindible un pacto educativo. El primero en proponerlo fue Zapatero en el debate del estado de la nación del 12 de mayo de 2009. Uno de las razones de aquella iniciativa fue seguramente la sentencia del Tribunal Supremo del 14 de febrero de aquel año que daba la razón al recurso planteado por la FERE-CECA para impedir la flexibilización del bachillerato prevista en el artículo 14.2 de el Real Decreto 1467/2007 (un tema sobre el que he escrito otras veces: "Repetir con sueltas" -Escuela, 6/10/2011-, "¿Aprobar seis es fracasar?" -Escuela 20/06/2013-). Tras aquella sentencia parecía que solo modificando la LOE se podría flexibilizar el bachillerato, lo que seguramente fue uno de los factores que motivaron aquel haraquiri que el gobierno socialista acabó haciendo a su política educativa.
Otra vez el bachillerato ha puesto de actualidad últimamente la idea de un pacto educativo. Ahora es el gobierno conservador el que lo anticipa, y hasta lo prescribe, incluyéndolo expresamente en el Real Decreto-ley 5/2016 que pospone la resolución definitiva del problema de la evaluación final del bachillerato, no hasta que el parlamento modifique la LOMCE, sino hasta que se alcance un Pacto de Estado, Social y Político por la Educación. Así es denominado en el preámbulo de ese Real Decreto-ley y en dos de sus cuatro artículos.
Que un decreto-ley impida la entrada en vigor de lo previsto en una ley orgánica es algo que, aunque nadie lo recurra (la FERE-CECA no dice nada ahora), se lleva bastante mal con lo establecido en el artículo 86 de la Constitución Española. En efecto, el uso de tal instrumento normativo solo está previsto cuando hay “extraordinaria y urgente necesidad” y está expresamente prohibido en relación con el ordenamiento de derechos regulados en su Título I como es la educación.
Obviamente, lo que motiva esta objeción no es la defensa del aberrante dispositivo de evaluación final del bachillerato que nos dejó el wertismo (hace poco he escrito sobre ello: "PAU revalidada" -Escuela 14/12/2016-), sino la necesidad de respetar la jerarquía normativa incluso cuando hay acuerdo en que una ley orgánica, en este caso la LOMCE, debería ser modificada.
Por lo demás, la precipitación y la falta de rigor técnico afecta notablemente a ese Real Decreto-ley y a su desarrollo. Sirva de ejemplo su artículo 1. En él se establece que la calificación de la prueba será la media aritmética de las calificaciones numéricas de cada una de las materias “expresada en una escala de 0 a 10 con dos cifras decimales y redondeada a la centésima”. Pero curiosamente, solo dos semanas después de su publicación en el BOE, la Orden ministerial (ECD 1941/2016) firmada por el propio ministro del Gobierno que aprobó ese Real Decreto-ley, lo contraría estableciendo en su artículo 10 que tal calificación deberá expresarse “con tres cifras decimales y redondeada a la milésima”. ¿Cómo deberán evaluarse entonces las pruebas? ¿Como lo establece el Real Decreto-ley o según indica la Orden ministerial? Sean leyes orgánicas o desarrollos reglamentarios, obviar la jerarquía normativa no es la mejor manera de resolver los problemas derivados de los excesos de precisión prescriptiva.
Lo más grave es que según ese Real Decreto-ley, basado en una necesidad y una urgencia no demostradas y aplicado a una materia que le está vedada, será un Pacto de Estado, Social y Político por la Educación (nombrado así, con mayúsculas, como si fuera un instrumento singular que por ese Real Decreto-ley quedara bautizado) lo que pondrá punto final a la transitoriedad de esta suspensión de lo previsto en la Ley Orgánica sobre la evaluación final del bachillerato.
Pero es al revés. Es solo una nueva Ley Orgánica la que puede derogar lo establecido en la LOMCE. Y eso es algo tan obvio que ninguna norma ha de expresarlo. Ni mucho menos sustituirlo por la prescripción de un pacto educativo que, por muy mayúsculo que resulte, solo podrá alentar consensos hacia una nueva ley que, en todo caso, deberá ser elaborada y aprobada en el Parlamento.
Tras aquella irregular “declinación” de Rajoy ante el Rey en enero del año pasado (no contemplada en el artículo 99 de la Constitución), tras la muy cuestionable exigencia de certificaciones negativas de su condición de delincuentes a todos los funcionarios docentes (no recogida en el artículo 13.5 de la Ley Orgánica 26/2015) y tras esta irregular prescripción por decreto-ley de un pacto educativo, parece que se están reiterando en España unas maneras que resultan muy poco respetuosas con las normas propias de un estado de derecho.
Lo peor es que el pacto educativo ahora prescrito se ha convertido en una letanía que augura ese tipo de obviedades adanistas que algunos defienden cuando reclaman consensos educativos. Como señala acertadamente Mariano Fernández Enguita, los acuerdos relevantes en educación no se configuran sobre consensos vacuos en torno a aquello que compartimos, sino sobre compromisos relevantes pero más difíciles sobre aquello en lo que discrepamos. Y en eso quienes creen que los pactos pueden ordenarse por decreto-ley no han demostrado hasta ahora la voluntad y las habilidades que los hacen posibles.
Otra vez el bachillerato ha puesto de actualidad últimamente la idea de un pacto educativo. Ahora es el gobierno conservador el que lo anticipa, y hasta lo prescribe, incluyéndolo expresamente en el Real Decreto-ley 5/2016 que pospone la resolución definitiva del problema de la evaluación final del bachillerato, no hasta que el parlamento modifique la LOMCE, sino hasta que se alcance un Pacto de Estado, Social y Político por la Educación. Así es denominado en el preámbulo de ese Real Decreto-ley y en dos de sus cuatro artículos.
Que un decreto-ley impida la entrada en vigor de lo previsto en una ley orgánica es algo que, aunque nadie lo recurra (la FERE-CECA no dice nada ahora), se lleva bastante mal con lo establecido en el artículo 86 de la Constitución Española. En efecto, el uso de tal instrumento normativo solo está previsto cuando hay “extraordinaria y urgente necesidad” y está expresamente prohibido en relación con el ordenamiento de derechos regulados en su Título I como es la educación.
Obviamente, lo que motiva esta objeción no es la defensa del aberrante dispositivo de evaluación final del bachillerato que nos dejó el wertismo (hace poco he escrito sobre ello: "PAU revalidada" -Escuela 14/12/2016-), sino la necesidad de respetar la jerarquía normativa incluso cuando hay acuerdo en que una ley orgánica, en este caso la LOMCE, debería ser modificada.
Por lo demás, la precipitación y la falta de rigor técnico afecta notablemente a ese Real Decreto-ley y a su desarrollo. Sirva de ejemplo su artículo 1. En él se establece que la calificación de la prueba será la media aritmética de las calificaciones numéricas de cada una de las materias “expresada en una escala de 0 a 10 con dos cifras decimales y redondeada a la centésima”. Pero curiosamente, solo dos semanas después de su publicación en el BOE, la Orden ministerial (ECD 1941/2016) firmada por el propio ministro del Gobierno que aprobó ese Real Decreto-ley, lo contraría estableciendo en su artículo 10 que tal calificación deberá expresarse “con tres cifras decimales y redondeada a la milésima”. ¿Cómo deberán evaluarse entonces las pruebas? ¿Como lo establece el Real Decreto-ley o según indica la Orden ministerial? Sean leyes orgánicas o desarrollos reglamentarios, obviar la jerarquía normativa no es la mejor manera de resolver los problemas derivados de los excesos de precisión prescriptiva.
Lo más grave es que según ese Real Decreto-ley, basado en una necesidad y una urgencia no demostradas y aplicado a una materia que le está vedada, será un Pacto de Estado, Social y Político por la Educación (nombrado así, con mayúsculas, como si fuera un instrumento singular que por ese Real Decreto-ley quedara bautizado) lo que pondrá punto final a la transitoriedad de esta suspensión de lo previsto en la Ley Orgánica sobre la evaluación final del bachillerato.
Pero es al revés. Es solo una nueva Ley Orgánica la que puede derogar lo establecido en la LOMCE. Y eso es algo tan obvio que ninguna norma ha de expresarlo. Ni mucho menos sustituirlo por la prescripción de un pacto educativo que, por muy mayúsculo que resulte, solo podrá alentar consensos hacia una nueva ley que, en todo caso, deberá ser elaborada y aprobada en el Parlamento.
Tras aquella irregular “declinación” de Rajoy ante el Rey en enero del año pasado (no contemplada en el artículo 99 de la Constitución), tras la muy cuestionable exigencia de certificaciones negativas de su condición de delincuentes a todos los funcionarios docentes (no recogida en el artículo 13.5 de la Ley Orgánica 26/2015) y tras esta irregular prescripción por decreto-ley de un pacto educativo, parece que se están reiterando en España unas maneras que resultan muy poco respetuosas con las normas propias de un estado de derecho.
Lo peor es que el pacto educativo ahora prescrito se ha convertido en una letanía que augura ese tipo de obviedades adanistas que algunos defienden cuando reclaman consensos educativos. Como señala acertadamente Mariano Fernández Enguita, los acuerdos relevantes en educación no se configuran sobre consensos vacuos en torno a aquello que compartimos, sino sobre compromisos relevantes pero más difíciles sobre aquello en lo que discrepamos. Y en eso quienes creen que los pactos pueden ordenarse por decreto-ley no han demostrado hasta ahora la voluntad y las habilidades que los hacen posibles.
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