Cientos de miles de docentes españoles han sido conminados en los últimos meses a demostrar su inocencia, a acreditar que no han sido condenados por delitos contra la libertad e indemnidad sexual de las personas. Para ello, se les ha exigido que presenten una certificación negativa del Registro Central de delincuentes sexuales o autoricen a las administraciones a consultarlo, algo que sin su permiso no pueden hacer. Para que se cumpla ese requerimiento ha habido presiones diversas: desde el uso de la negrilla o la supresión de partes del artículo 13.5 de la Ley 26/2015 en las citas que del mismo se han hecho en instrucciones y circulares, hasta la advertencia de que quienes no autoricen a las administraciones para acceder a ese registro podrían ser separados del servicio o sufrir medidas disciplinarias.
Puede parecer que, si no se tiene nada que ocultar, no habría que buscar tres pies al gato en este tema. Sin embargo, lo que se ha exigido a los docentes es precisamente demostrar que no se tiene nada que ocultar, y eso no parece propio de un estado de derecho.
Si el legislador hubiera querido que ese nuevo requisito para el acceso a esta profesión se extendiera también a quienes ya la ejercían antes de la entrada en vigor de las modificaciones en la Ley Orgánica, habría redactado el artículo 13.5 de forma distinta (por ejemplo, habría usado la preposición “de” y no “a” en la primera oración y no habría limitado al acceso la exigencia que se recoge en la segunda). Pero no lo hizo y ello seguramente por dos razones. La primera, porque la certificación de los docentes en ejercicio es irrelevante para la protección que se pretende, ya que las sentencias para ese tipo de delitos conllevan penas accesorias de separación del servicio que las administraciones ya han tenido que aplicar en los casos correspondientes. Y la segunda, no menos importante, porque si le diera a ese artículo una redacción que permitiera esa otra interpretación ampliada que han hecho las administraciones se podrían estar comprometiendo garantías constitucionales muy importantes.
Son extraños los motivos por los que se ha puesto en marcha ese descomunal aparato burocrático para exigir a más de medio millón de docentes algo que la Ley no establece. Seguramente tienen que ver con esos vientos que llegan desde Estados Unidos donde hace ya tiempo que se crearon los primeros Registros Centrales de delincuentes sexuales partiendo de la premisa de que la de delincuente (y en cierto modo también la de víctima) no es una circunstancia de la que la sociedad quiere apartar cuanto antes a las personas, sino una condición esencial e irremediable. Una idea que, por cierto, no se lleva nada bien con el contenido del artículo 25 de la Constitución Española.
Si los motivos para esa presión de las administraciones sobre los docentes son más que cuestionables, sus efectos resultan perversos. Y es que tener que obviar lo que realmente dicen las leyes o tener que aceptar que a un funcionario se le pueda exigir que pruebe su inocencia son algunas de las cosas que los educadores (nada menos que los educadores) han tenido que asumir, consciente o (aún peor) inconscientemente, con ese requerimiento.
Este celo burocrático de unas administraciones obsesionadas con esa interpretación extensiva del artículo 13.5, contrasta con los escasos esfuerzos dedicados a que los docentes estén al tanto y colaboren con lo previsto en otros muchos artículos de esa misma Ley Orgánica como son el 5, el 7, el 11, o el propio artículo 13 que en su apartado 1 alude a la profesión docente y que, a pesar de su importancia, no ha merecido tanta atención como el apartado 5.
La lógica burocrática se ha impuesto en este caso sobre la educativa y hasta quizá sobre las garantías constitucionales. Y todo ello porque una consigna administrativa basada en la comunión con ciertos bienes o el temor a sufrir determinados males ha importado más que lo que realmente dice la Ley Orgánica. A diferencia de la forma en que se han recibido estas presiones en el ámbito sanitario, desde los sindicatos docentes apenas ha habido reacciones. Y es que la corrección política, el temor a meterse en ciertos jardines y la creciente primacía que en nuestro país están teniendo los prejuicios y las consignas sobre las verdades y las normas, hacen que cada vez importe menos la tutela efectiva de los derechos de los individuos y el respeto a lo que realmente dicen las leyes.
Los males ante los que esa Ley Orgánica quiere proteger a los menores son precisos y compartibles, pero la errónea interpretación del artículo 13.5 desde esa máquina burocrática que es también un sistema educativo (y el difícil dilema que ha supuesto para los docentes que hayan querido seguir el sapere aude kantiano), pone de manifiesto la manera banal con que ciertos males (no por difusos menos peligrosos) se van instalando entre nosotros. Por ejemplo, cuando los administradores exigen y los administrados aceptan cosas que ninguno de ellos debería. Frente a esa banalidad del mal, a los docentes nos queda el derecho (casi el deber) de manifestar a la Administración nuestro malestar por esas actuaciones. Algunos ya lo hemos hecho.
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