(Publicado en Escuela el 14 de mayo de 2018)
Segundo de bachillerato es un curso especial. Es el único cuyos contenidos son evaluados en pruebas externas con efectos para el acceso a estudios posteriores. Por eso es tan intenso y estresante. Como en otros cursos los currículos prescritos son desmesurados, pero en este hay un empeño especial por desarrollarlos completos. Así, segundo de bachillerato avanza a uña de caballo. Como una carrera llena de obstáculos con la mirada siempre puesta en esas pruebas que primero se llamaron de selectividad, luego de acceso y ahora se nombran con acrónimos extraños a la espera de que se concrete el dichoso pacto de Estado, ese eufemismo con el que últimamente se alude a las leyes orgánicas.
En segundo de bachillerato la exaltación de los exámenes llega al paroxismo. Así se les permite ocupar la clase que les corresponde y a veces también la siguiente. O servir de coartada para faltar a la anterior. Conforme avanza el curso los exámenes se multiplican en forma de parciales, recuperaciones, globales y repescas en las que unos esperan salvarse y otros subir nota. Una locura que debería llevarnos a renegar de todo eso. O a intentar cambiarlo para que no siga fagocitando esa edad maravillosa en que la vida parece tener una intensidad infinita pero debe quedar entre paréntesis para conseguir la mejor nota o evitar la repetición.
A pesar de todo eso, segundo de bachillerato sigue teniendo cierto pedigrí. Para los alumnos es casi un rito de paso del que no reniegan los que salen bien parados. Para los profesores es un ámbito sagrado ante el cual todo lo demás carece de valor (“no puedo ir a la excursión de la ESO porque a esa hora tengo clase en segundo de bachillerato”, “hay huelga ese día pero los de segundo vendrán a mi examen”)
Lo curioso es que cada año ese curso se densifica más sin que nadie advierta ni denuncie una circunstancia aberrante y contraria a las normas que definen su duración.
La disposición adicional quinta de la LOE, que no ha modificado la LOMCE, asigna un mínimo de 175 días lectivos para las enseñanzas obligatorias. Los mismos que suelen incluir los calendarios escolares del bachillerato. En mi Comunidad las clases de este curso comenzaron el 13 de septiembre y terminarán el 25 de junio. 175 días para cada curso de la ESO y el bachillerato. Sin embargo, el curso efectivo en segundo terminó el pasado día 11 y las evaluaciones finales fueron el 14 y el 15 de este mes. De modo que tuvieron que hacerse sobre el trabajo desarrollado en 145 de los 175 días prescritos, con lo que 180 horas del curso lectivo establecido en la ley han sido eliminadas del tiempo de enseñanza, aprendizaje y evaluación de los alumnos de segundo de bachillerato. Un tiempo que es prácticamente el de un día lectivo por semana. O el que corresponde al desarrollo anual de casi dos materias de tres horas semanales. Incluso las pruebas extraordinarias de ese nivel serán dos semanas antes de que finalice el tiempo lectivo prescrito por la Ley orgánica y por nuestro calendario escolar. Curioso país este en el que el cumplimiento de las leyes se convierte en obsesión para unos temas y se olvida para otros.
Con la excusa de la prueba externa (una prueba que no necesitan quienes optan por la formación profesional de grado superior) esta amputación creciente del tiempo efectivo del segundo curso de bachillerato está tan naturalizada que no se llegan a percibir sus efectos en la densificación del tiempo de aprendizaje ni tampoco su evidente ilegalidad. Si el cumplimiento de las leyes y las razones pedagógicas fueran más importantes que las inercias sería evidente que esa prueba externa debería hacerse cuando el curso finaliza y no varias semanas antes. Ello implicaría o bien empezar ese curso en la segunda quincena de agosto o bien preservar mayo y buena parte de junio como tiempo efectivamente lectivo a cambio de que julio fuera más intensamente laboral para los docentes y administradores implicados en el proceso de acceso a la universidad. Lógica pedagógica de todos frente a lógica burocrática de algunos, esa es la cuestión.
Pero de este tema apenas se habla. No se valora cuánto más se aprendería y cuánto menos se fracasaría si el curso de segundo de bachillerato no sufriera la amputación de casi un quinto de su tiempo lectivo. Y es que, como sucede tantas veces, parece que la lógica de la enseñanza se impone a la del aprendizaje, la lógica de la evaluación a la de la enseñanza y la de la acreditación a la de la evaluación. Una acreditación que acaba perturbándolo todo y en la que parece más importante el valor de cambio obtenido que el valor de uso reflejado.
En esta deriva en la que el poder de las razones organizacionales se impone al de las normas y a los propios fines de las instituciones educativas acabamos por no recordar lo obvio: que se enseña para aprender, que se evalúan ambas cosas y que debemos contar con el tiempo necesario para que la enseñanza y el aprendizaje se puedan desarrollar como es debido. Algo que no sucede en segundo de bachillerato.
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