(Publicado en Escuela el 10 de marzo de 2020)
Tres son las categorías generales que distinguen la naturaleza real del trabajo docente en los centros: tiempo de atención directa al alumnado en relación con el currículo, tiempo para el desarrollo de funciones específicas asignadas a determinados profesores y tiempo para funciones genéricas que pueden desempeñar distintos profesores. Horas curriculares, horas funcionales y horas de servicio podrían ser los nombres para distinguir esas tareas cotidianas de los docentes.
Las horas curriculares son las correspondientes a la docencia directa, las relacionadas con la atención regular a una parte definida del alumnado bien sea en relación con el desarrollo ordinario del currículo, la atención a la diversidad u otras actividades análogas. En términos generales y desde hace varias décadas el profesorado de secundaria dedica a estas tareas en los centros públicos españoles 18 horas semanales (aunque durante algunos años ascendieron a 20). Sin embargo, no se suele tener en cuenta si la suma de esas horas está configurada por la docencia de materias con cuatro o cinco horas semanales o de aquellas que solamente tienen una o dos horas a la semana, con la consiguiente y notable diferencia en el número de grupos y de alumnos que pueden tener a su cargo distintos profesores.
Las horas funcionales en los centros no vienen
derivadas directamente del desarrollo del currículo ni transcurren en el aula
ante los alumnos. Es el tiempo para el desempeño de funciones específicas que
determinados docentes tienen encomendadas durante uno o varios cursos. Tales
serían, por ejemplo, las funciones propias de los tutores, los jefes de
departamento, los responsables de determinados proyectos o los miembros de los
equipos directivos. Se trata de funciones relativamente especializadas que se
asignan a determinados profesores sobre las que tienen competencia y responsabilidad.
Son funciones que, por lo general, no son intercambiables entre distintos
profesores en un mismo curso. Los tiempos asignados a este tipo de tareas (que
suelen restarse de aquellas 18) son diversos en relación con la carga de
trabajo que se supone para cada función y con la importancia que se le concede
al mismo. Así hay Comunidades
Autónomas en las que los tutores de la ESO tienen asignadas
semanalmente, además de la hora de tutoría con sus alumnos, otra de reunión con
las familias, otra de reunión con la Jefatura de Estudios y el Orientador y dos
horas semanales más que se detraen de su carga de trabajo curricular para el
desempeño de las tareas propias de su función tutorial. Por el contrario,
también hay tutores de bachillerato en España que no disponen de una hora de
tutoría en el aula con sus alumnos ni apenas tienen reconocidas otras horas
para el desarrollo de esta importante función.
A diferencia de las horas funcionales, las horas de
servicio son aquellas en las que el profesorado es básicamente intercambiable y
su contenido no es necesario que esté planificado durante todo un curso, ni
siquiera para una misma semana. Son, por ejemplo, las horas dedicadas a las
llamadas guardias o vigilancias, cuya necesidad y destino se conoce a veces en
el mismo día y en las que pueden estar implicados distintos profesores sin que
ello afecte al servicio que se presta. Se supone que atender a un grupo de
alumnos ante un imprevisto o estar al cuidado de las zonas comunes del centro
son labores que cualquier docente puede desempeñar sin una especialización
definida ni una responsabilidad que vaya más allá del tiempo en el que está
prestando ese servicio.
Esta clasificación tiene cierta importancia ya que
subraya que entre lo que tradicionalmente se denomina horario lectivo y el
horario complementario existe en el trabajo que los docentes desempeñan en los
centros un amplio abanico de labores que no son ni “dar clase” (la lectio que está en el origen de las
llamadas horas lectivas) ni “hacer guardias”, eso que hace cuarenta o cincuenta
años era lo único que se imaginaba que podía hacer un profesor en un centro si
no estaba “dando clase”.
Hoy no cabe imaginar que un centro funcione si no
cuenta con funcionarios que realmente lo son, es decir que además de atender
las tareas curriculares que tienen encomendadas y asumen el resto de las
funciones propias del esencial servicio público que prestan. Son las funciones
de unos tutores responsables y coordinados que pueden cumplir correctamente su
importante misión, las de un equipo directivo capaz de liderar y armonizar
eficazmente la vida cotidiana del centro y las de unos responsables de
proyectos y ámbitos que dinamizan actividades específicas dentro de él. La
sinergia entre todos esos docentes que dedican horas funcionales (por tanto, ni
lectivas ni complementarias) a esas labores es lo que permite que un centro sea
mucho más que una suma de aulas y que un claustro sea mucho más que una suma de
profesores.
Esta nueva semántica, por lo demás sencilla y pregnante,
comporta el reconocimiento de una complejidad mucho mayor en la organización
del trabajo de los docentes que la propia de los tiempos de la Ley General de
Educación que, medio siglo después, se sigue utilizando para nombrar,
prescribir, distribuir y reconocer el trabajo de los docentes.
Hace ahora diez años usábamos precisamente esas tres
categorías para articular una organización escolar mucho más flexible en el
proyecto de un nuevo decreto de organización de centros en cuya elaboración
participé. Aquel documento recogía organizaciones horarias que superaban la
estrecha rigidez de la repetición semanal, con compensaciones anuales sensibles
al hecho de que las cargas de trabajo de algunos profesores pueden ser muy
distintas a lo largo del curso, con cómputos horarios diferentes para docentes
con diferente número de alumnos o de grupos y con una respuesta adecuada al
hecho de para el desempeño de algunas funciones generales también importa el
tamaño y la complejidad de cada centro y su número de alumnos.
Cincuenta años después de aquella Ley de la que seguimos heredando semánticas trasnochadas (lectivas y complementarias, guardias y vigilancias) y diez años después de aquel modesto pero innovador decreto que pudo haber sido y no fue, parece oportuno recordar que el trabajo de los docentes puede estar organizado y reconocido de manera más inteligente, flexible y responsable que esas cuentas en las que 18 parece ser el número mágico de la secundaria. Ahora que parece abrirse una esperanza de cambios normativos de cierto calado, a los que podrán seguir nuevas normas para la organización de los centros, no estaría mal distinguir mejor la naturaleza diversa y compleja del trabajo docente y superar esa semántica rancia de las horas lectivas y complementarias (de lo esencial y lo subalterno) que tan inadecuada resulta para prescribir, distribuir y reconocer la carga real del trabajo en los centros actuales.
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