24 de noviembre de 2022

Horarios Amazon en secundaria

(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 22 de noviembre de 2022)

Cuando iba al instituto lo normal era estar allí por la mañana y por la tarde. En las mañanas teníamos cuatro clases y un recreo. El resto de las clases eran por las tardes. En COU solo había 7 asignaturas y 27 horas a la semana, así que algunos días no teníamos que volver al instituto después de comer.

Con la Ley General de Educación la jornada partida era lo habitual en España. Tanto en la EGB como en el BUP y el COU. Fue a partir de los años noventa cuando empezó a extenderse en nuestro sistema escolar el cambio a la jornada continua y, con ella, una gran intensificación del currículo para el alumnado. El fenómeno es llamativo porque, desde la LOGSE, ha aumentado significativamente el número de asignaturas y sesiones de clase en la enseñanza media española: en 2º de bachillerato se pasó de 7 asignaturas a las 8 o 9 que tenemos ahora y de 27 horas de clase semanales a las 30 o 31 actuales. Sin embargo, la duración de la jornada escolar se ha reducido significativamente. Para que todas las asignaturas pudieran entrar en la mañana, el tiempo lectivo se comprimió tanto que las horas dejaron de tener 60 minutos y pasaron a tener 55 en muchos centros. Ese recorte supone 30 minutos menos de tiempo lectivo cada día. Es decir, dos horas y media menos cada semana o el equivalente a casi 15 días menos de clase (prácticamente tres semanas) de las 175 jornadas lectivas que tiene un curso escolar en España.

Además de esa gran reducción del tiempo de permanencia en los centros, la jornada continua ha supuesto también una fractura notable entre la vida escolar de los adolescentes en las mañanas y su vida extraescolar en las tardes. Cada mañana han de atender a lo que les dicen y les piden seis profesores de seis asignaturas distintas. Cada tarde hacen deberes y preparan exámenes en casa o en las clases particulares a las que van muchos de ellos. También dedican las tardes a actividades tan diversas como clases de violín, entrenamientos de fútbol o simplemente a dejar pasar el tiempo en sus casas o en lugares no siempre recomendables de los entornos urbanos o digitales.

La generalización de la jornada continua acabó teniendo unos ganadores y unos perdedores claros. Ganaron los profesores, que vieron liberadas sus tardes ubicando en la mañana las 18 horas lectivas que tiene el trabajo docente en los institutos. Y perdieron los alumnos, que no tienen 18 sino 30 horas lectivas cada semana. Para que esas 30 horas entraran en cinco mañanas hubo que jibarizar su duración y se tuvo que hacer más temprana la entrada a los centros y más tardía la salida. El resultado fue más desescolarización de los docentes a consta de intensificar al máximo las mañanas de los alumnos y de privatizar completamente el tiempo de los adolescentes en las tardes.

Hace más de veinte años Mariano Fernández Enguita investigó con detalle y rigor aquel proceso y, en su libro La jornada escolar, desveló los intereses que se impusieron sobre las necesidades educativas reales, rompiendo el delicado equilibrio entre la función formativa de las instituciones escolares y sus deberes de cuidado y custodia de los menores. Así, las demandas formativas desde la institución escolar hacia los menores y sus familias siguen exigiendo de ambos una dedicación a jornada completa. Pero la oferta de servicios, tanto formativos como de cuidado y custodia, son generalmente de media jornada. La complejidad de aquel debate, y la facilidad con que los intereses gremiales se camuflaron con la coartada de la conciliación familiar, puso las cosas fáciles a los adalides de la jornada continua, es decir, de la conversión de la escolaridad en algo a tiempo parcial y del asignaturismo como el medio ambiente característico de la enseñanza media.

Sin embargo, dando casi por perdido el debate de la jornada, quizá convenga asomarnos a la caja negra del tiempo escolar en las mañanas de los centros de secundaria. Y así nos encontraremos con una segunda parte de ese proceso de intensificación del tiempo del alumnado en beneficio de otros intereses. Se trata de algo particularmente invisible y sobre lo que apenas se habla. Y algo en lo que las familias, la conciliación o los costes económicos no pueden ser utilizados como coartada, porque la forma en que se organiza el tiempo que los alumnos pasan en los centros no afecta a nadie más que a ellos y a sus profesores. Pero, como en el caso de la jornada, tiene efectos muy distintos para unos y para otros.

La jornada escolar (continua) en secundaria suele comenzar entre las 8:15 y las 8:45 y terminar entre las 14:15 y las 14:45 “de la mañana”. Son aproximadamente seis horas en las que se produce el milagro de que quepan las clases de seis asignaturas y también tiempos de descanso (lo que suele llamarse recreos -confirmando con ello que el resto del tiempo no es para crear nada ni para recrearse con ello-). Tal milagro solo es posible recortando esos dichosos cinco minutos de cada hora que dejan disponible aproximadamente media hora diaria no asignaturizada.

En los tiempos en que se extendió la implantación de la jornada continua, también en secundaria, no hubo mucho debate sobre la organización horaria de las mañanas. Sin embargo, muchos consejos escolares (no todos) advirtieron algo obvio: que era inhumano mantener el modelo clásico de un único recreo a la nueva situación con seis asignaturas distintas cada mañana. De hacerlo así, habría tres clases seguidas, luego un recreo y, tras él, otras tres clases seguidas en la segunda parte de la mañana. Resulta evidente, y no solo por razones psicológicas relacionadas con la atención y la fatiga sino también por razones físicas y hasta fisiológicas, que condenar a la práctica inmovilidad durante tres horas seguidas (aunque sean de 55 minutos) a los cuerpos de niños y adolescentes es mucho peor que un modelo alternativo de organización horaria con dos recreos en cada mañana y secuencias en las que no haya más de dos clases seguidas: dos clases + recreo + dos clases + recreo + dos clases. Y esto es lo que aprobaron los consejos escolares de muchos centros. Pero no todos.

Que haya dos recreos cada mañana (y diez recreos en la semana) supone que todas las clases empiezan o acaban con un tiempo libre y que ninguna queda emparedada entre otras dos clases, como sucede con la segunda y la quinta si hay un único recreo en la mañana. Ello permite esponjar un poco el tiempo escolar y propicia más oportunidades y momentos para encuentros no asignaturizados. Encuentros entre los alumnos, entre los profesores y también entre los alumnos y los profesores. Concretamente, diez recesos en cada semana frente a los cinco del modelo ultraintensificado.

Para comprobar si ello es mejor solo habría que ponerse en la piel de los alumnos. Es decir, sentarse en sus sillas, ante sus pupitres y en sus propias aulas. Y hacerlo en un centro con un único receso cada día durante las 30 horas de clase que tiene para ellos la semana. Quizá estuviera bien que algunos docentes, directivos e inspectores de educación tuvieran esta experiencia durante un par de semanas seguidas. Seguramente habría menos centros con jornada continua y un único recreo cada mañana.

Y es que hay que recordar que la jornada lectiva de discentes y docentes en los institutos no es la misma. Aquellos tienen 30 horas lectivas cada semana y estos no llegan a dos tercios (generalmente 18 horas) lo que ya supone un esponjamiento significativo en la vivencia de su horario. Por otra parte, las necesidades de moverse, de encontrarse con otros y de cambiar de actividad son notoriamente mayores cuando se tienen 12, 14 o 16 años que cuando se tienen 40, 50 o 60 años.

Que el modelo con dos recreos en la mañana no esté generalizado en los institutos no se debe solo a que no existan esas pasantías de adultos en las aulas para tener la vivencia del tiempo desde el otro lado. Igual que en el debate de la jornada, aquí también hay otros intereses. Para empezar los de algunos equipos directivos que entienden que el control y el orden público (o la apariencia de ambos) es la esencia de su misión. En este sentido, vigilar las vallas, cerrar las puertas y controlar los patios se hace mejor si ese peligro público, que parecen suponer los alumnos fuera de sus aulas, se da solo cinco veces a la semana y no diez como en el modelo con dos recreos. No deja de ser curiosa esta obsesión por la responsabilidad y el control sobre esa media hora cada día para evitar que los alumnos se escapen del centro o hagan cosas malas. Esa obsesión es precisamente la que acaba reforzando la imagen de burbuja carcelaria que algunos adolescentes tienen de sus centros escolares. Y es que esa media hora de estricta vigilancia institucional en cada uno de los 175 días lectivos que tiene el año no tiene más importancia para evitar el mal en sus vidas que el resto de las horas desescolarizadas de cada día o que todas las horas de los 190 días no lectivos que tiene el año.

Pero también hay otros intereses para los que es ventajoso el modelo con un único recreo. En el modelo con dos recreos es frecuente y razonable que el primero dure un poco más que el segundo. Pongamos 20 minutos y 15 respectivamente. Por el contrario, en el modelo con un solo recreo es frecuente que este sea de 30 minutos. Incluso es posible que se considere suficiente con un receso de 25 minutos. Ello supone que la jornada de un centro con dos recreos cada mañana podría ser de 6 horas y 5 minutos, mientras que la de un centro con uno solo podría ser de 6 horas exactas o de 5 horas y 55 minutos. Para algunos (dis)funcionarios esa diferencia de 5 o 10 minutos puede ser determinante si se han de pronunciar entre los dos modelos. Para ellos el bien común es mera entelequia frente a sus intereses privados, sobre todo teniendo en cuenta que, como se ha dicho, el horario lectivo de los docentes de los institutos (18 horas) no está completamente saturado como el de los alumnos (30 horas). Tampoco habría que despreciar otras motivaciones como que media hora (o 25 minutos) permiten a algunos docentes encontrarse una vez al día, y sin demasiada prisa, con los compañeros más afines en las cafeterías cercanas. En este sentido, hay que decir que los tiempos pospandémicos no han traído consigo horarios más respetuosos con las necesidades físicas y psicológicas de los menores (incluidas las del tiempo para el sueño). Al contrario. En algunos centros han servido de excusa para intensificar aún más las enseñanzas y profundizar en la externalización de los aprendizajes. De modo, que en estos tiempos difíciles parece que, en relación con los horarios, innovar parece ser ya solo resistir para intentar defender y conservar modelos razonables frente a la presión de esos intereses tácitos que frente a los argumentos suelen invocar dos mantras: “no me vas aconvencer” y “mejor lo votamos”.

La caja negra de los horarios generales de los centros (y también de los calendarios anuales) merecería más análisis, más investigación, más evaluación y más inspección de las que habitualmente recibe. Y ello porque el tiempo, junto con el espacio, son los elementos a priori de la configuración de la experiencia educativa de los menores escolarizados. Y no sería bueno que, por motivos espurios o intereses ajenos a ellos, la creciente intensificación de las rutinas asignaturizadas acaben por resultar más útiles como preparación para la docilidad laboral propia de los Estados Unidos de Amazon que para la responsabilidad, creatividad y libertad que solemos invocar como definitorias de la ciudadanía europea e ilustrada.

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