20 de diciembre de 2022

Superando la ilusión algorítmica: apuntes para una crítica de las culturas examinadoras

(en Ilusión algorítmica y culturas examinadoras. Publicado en la Revista Iberoamericana de CTS. Nº 51. Noviembre de 2022)

El examen es el escenario ritual de la ilusión algorítmica. Sin él no sería posible la representación reiterada del ideal meritocrático. Los ejemplos de la EBAU y el MIR evidencian su creciente presencia y sofisticación en los sistemas de reclutamiento para el acceso a la universidad o a profesiones tan apreciadas y relevantes como la de los médicos.

Tanto en las actividades cotidianas como en las pruebas externas, el examen y las culturas examinadoras han alcanzado en los últimos años una centralidad muy notoria en nuestros sistemas educativos. De hecho, conviven sin demasiados problemas con los reclamos de una evaluación por competencias y, aunque aparentemente son contradictorias, la tendencia a cuantificar esta en la forma de rúbricas hace que ambas puedan compartir los lenguajes propios de la ilusión algorítmica.

Aunque la educación en el siglo XXI sea radicalmente examenófila, los orígenes de tal dispositivo se encuentran en la propia configuración de la escuela reglada hace ya varios siglos. La escuela disciplinada y graduada es principalmente un invento protestante en el que tuvo un papel destacado Comenio. Pero la primacía escolar del examen fue, más bien, una aportación católica con los jesuitas como principales protagonistas (Fernández Enguita, 2018).

Si el examen de conciencia para el perdón de los pecados tenía su escenario oral (y musitado) en el confesonario, el examen de conocimientos para la valoración de los méritos tiene su escenario escrito (y silente) en el aula. Ambos conllevan penitencias, pero, mientras el primero perdona a los pecadores e iguala a los fieles, el segundo distingue a los elegidos y condena a los réprobos.

Más allá de las sugerentes metáforas sobre la inspiración religiosa de un dispositivo que se ha convertido en central para la jerarquización meritocrática en los modelos neoliberales, convendrá suscitar algunas reflexiones que quizá pudieran erosionar el mito del examen como detector infalible de la verdad pedagógica. Se trata de esbozar un repertorio de críticas a ese dogma heredado del examen como el mejor sistema de evaluación posible. Serán, por tanto, unos apuntes valorativos para una crítica del examen en los que se partirá de su propia naturaleza constitutiva intentando responder al qué y al cómo de dicho artefacto.

 

1. El examen es ortogonal y acotado en el espacio.

En una o varias hojas blancas y rectangulares. Con delimitación precisa de la extensión utilizable. Es la quintaesencia de la ortogonalidad escolar. La que define y caracteriza, hasta el paroxismo, al propio espacio del aula. Ortogonal en sus puertas y ventanas. En sus pizarras y paneles. En sus mesas y libros. En sus boletines y cuadernos. Y, por supuesto, también en sus exámenes. Nada que ver con la belleza infinita e infinitesimal de los espacios curvos. 


2. El examen es episódico y limitado (pero depredador) en el tiempo.

Acotado en el espacio y en el tiempo. Su comienzo y su final tienen fecha y hora señaladas. El examen no se puede empezar antes ni acabar después. Porque no es una actividad orgánica y creativa. Es una ceremonia. Un acto episódico y convocado con duración tasada. Sin embargo, a pesar de su aparente limitación temporal, genera metástasis en el tiempo. Se apropia de la clase anterior, en la que nadie está para nada que no sea el examen inminente, y también de parte de la siguiente, ocupada por las comparaciones sobre lo que cada cual ha puesto. También se apropia de las tardes y las noches domésticas en las que padres y madres ayudan con los deberes y preguntan la lección. Y cuando el examen es ceremonialmente notable (la EBAU, el MIR o las oposiciones) el secuestro de tiempo para su preparación puede ser de semanas, de meses o hasta de años.

 

3. El examen es monódico y anticolaborativo.

Se hace en mesas separadas. De uno en uno y en filas ordenadas con la mayor distancia posible. El examen es individual e individualista. Según Aristóteles, además de racionales los humanos somos animales políticos. Más gregarios incluso que las abejas y las ovejas. Más colaborativos, y hasta altruistas, que ningún otro. Hoy la ciencia, la técnica, la política y el arte son impensables sin la colaboración y la cooperación. Son pura coproducción. Pero el examen no. El examen es monódico y nos trata como a mónadas. Es la imagen más perfecta del individualismo exacerbado. El ideal neoliberal convertido en ceremonia escolar. 

 

4. El examen tiene fiabilidad limitada y apenas validez ecológica.

Solo los repiten los repetidores y quienes los suspenden. Y para eso han de esperar mucho tiempo. Los otros nunca los repiten, aunque todos sabemos que cuanto más tiempo pase menos probable sería repetir los aciertos. El examen tiene poca fiabilidad porque no mide siempre lo mismo. Pero tampoco tiene mucha validez. No mide lo que pretende medir porque sus resultados predicen poco más que el éxito en la propia carrera académica (es decir, en la realización de otros exámenes). Los buenos resultados en los exámenes de las distintas disciplinas demuestran habilidades para hacer exámenes sobre ellas, pero no que se poseen las habilidades o competencias que requiere su práctica. Si así fuera, los que salen bien parados del examen del MIR ya no tendrían que hacer el MIR, es decir, aprender la profesión en la práctica, sino que podrían ejercerla directamente. Y es que, como es bien sabido, no es lo mismo saber nadar o saber montar en bicicleta que saber cómo se nada o cómo se monta en bicicleta.    

 

5. El examen es unidimensional en resultados y efectos.

Con su militancia algorítmica el examen tiene pasión por los números. Enteros o con varias cifras decimales. En España es de querencias pitagóricas y judeocristianas, de modo que su número mágico es el 10. Su infierno está en el 0 y su rubicón en el 5. Una escala que parece equilibrada pero que si se aplicara de manera uniforme generaría una mitad de elegidos y otra de réprobos. Los resultados del examen clasifican jerárquicamente porque no entienden de más dimensiones que las verticales. Ser insuficiente o llegar a ser sobresaliente, pero siempre en escala única sin apreciaciones cualitativas ni multidimensionales. Lejos del 0 y del 10 suele estar la mayoría. Esas clases medias que se libran del purgatorio del 3 y del 4 pero que pocas veces llegan a ser notables. Son los aptos pero mediocres, los suficientes que demanda el mercado. El resultadismo que caracteriza a los exámenes tiene sus efectos clasificatorios: tras ellos se es más o se es menos. Se está más arriba o más abajo en la escala del merecimiento. Esa que empieza a definirse en el aula y cada vez tiene más predicamento.  

 

6. El examen tiene mucho valor de cambio pero escaso (o nulo) valor de uso.

La distinción marxiana es muy oportuna aquí. Porque el principal valor del examen está en la acreditación que ofrece en el mercado de los grados, los títulos y las oposiciones. Su valor de uso es tan limitado que, fuera de ese mercado apenas hay exámenes o son bastante secundarios. De hecho, fuera de su función en los sistemas de (re)producción meritocrática los exámenes que se hacen solo propician acreditaciones binarias (apto/no apto) y casi siempre mayoritarias tras uno o varios intentos. Por ejemplo, los exámenes para obtener el permiso de conducir.

 

7. El examen potencia el silencio (puntual) y la docilidad (general).

Las cabezas gachas, los cuerpos quietos, las bocas silentes. Vigilar un examen es sentir la paz de un poder impertérrito. Durante el examen la docilidad es absoluta en la misma aula en que si no lo hubiera la disrupción acecharía. Pero la sumisión al examen se da también cuando es una posibilidad próxima o remota. La amenaza del examen gravita sobre todos y sobre cada uno. El examen como castigo, como ajuste de cuentas, como juicio sumarísimo, como ceremonia de iniciación o sacrificio. El examen siempre como horizonte que doma y adiestra. 

 

8. El examen es alérgico a la crítica y al diálogo.

El examen es soliloquio por escrito. Carta a un juez con veredicto demorado. Es lo opuesto al diálogo. A la razón atravesada y compartida. De hecho, el interlocutor del examen es solo uno y, aunque puede estar de cuerpo presente en la parte de atrás del aula, vigilándola, su papel empezará cuando el examen termine. Será un lector provisto de boli rojo que quizá tache, rectifique, niegue y descalifique antes de finalmente poner su veredicto en forma de calificación. Bien arriba, en la parte anterior del examen. El examen es la antítesis de la crítica porque lo que se espera que en él aparezca no es la objeción o la réplica sino la comunión completa con el paradigma examinado. Que se conoce, que se entiende, que se defiende, que se está dentro de él y que nada se tiene que objetar al mismo. El examen es la ceremonia básica de la vieja ciencia normal, esa en la que caben pocas conjeturas y refutaciones.

 

9. El examen es ajeno a la incertidumbre y refractario a la creatividad.

En el examen no hay gato de Schrödinger encerrado. Todo en él es para distinguir si se sabe o no se sabe y qué es lo que se sabe y lo que no se sabe. Porque la ciencia normal examinable no admite incertidumbres, ni indeterminaciones. De hecho, hasta la propia indeterminación será una respuesta correcta o incorrecta en el examen de matemáticas. Por eso el examen viene de lejos, del pasado, de unos tiempos en los que las dogmáticas sólidas aún tenían mucho peso y las cosas estaban muy claras. El examen profesa religiosamente la fe en la claridad y distinción de la evidencia cartesiana. Pero no su duda metódica, ni la conciencia cierta de que es más estimulante indagar sobre lo que ignoramos que reiterar lo que ya sabemos. La incertidumbre y las decisiones en contextos ajenos a las certezas terminantes caracteriza nuestro mundo y nuestro tiempo. Frente a ellas, el examen parece una reliquia o un fósil de tiempos clausurados. También lo es para todo lo que tenga que ver con la creatividad, con la apertura a propuestas no previstas y a las interpretaciones originales. A todo eso que caracteriza y define tanto a la ciencia como al arte.

 

10. El examen está volcado hacia la solidez del pasado y es incompatible con la prospectiva y el futuro.

En el examen solo entra lo que ya salió. Solo se pregunta por lo que ya ha sido respondido y no es discutido. El suyo es el territorio del pasado. De lo que sucedió y lo que ya se sabe. Garantizar que los neófitos lo conocen (o simulan conocerlo) es el propósito del examen. Pero quienes se examinan lo hacen siempre mirando al futuro, buscándose la vida, queriendo labrarse un porvenir que aún no está definido. De hecho, así es el futuro desde nuestro presente. Más abierto que nunca, Retador y desafiante. Exigiéndonos decisiones sobre problemas de los que no conocemos todos los datos. El futuro no es un puzle en el que, si se conocen, todas las piezas encajan. Por eso el futuro no encaja en la lógica ortogonal y acotada del examen. La prospectiva, los escenarios tentativos, los problemas abiertos, los temas controvertidos, las soluciones alternativas, lo posible improbable, lo pensable indeseable… Todo eso no cabe en los exámenes. Pero es justamente lo que más importa en nuestro tiempo y sobre lo que deberían aprender muchas cosas los ciudadanos que habitarán el futuro. Pero es que nuestro tiempo y el futuro tienen muy poco que ver con el tiempo de los exámenes.

 

11. El examen es pedagógicamente teleológico.

“¿Esto entra profe?”. El alumno es sabio y con esa pregunta está intuyendo que lo que importa es solo lo que entra en el examen. El examen es causa final aristotélica. El propósito que describe y prescribe lo que importa en el aula, en el MIR, en la EBAU o en la oposición... Si entra en el examen debe ser estudiado. Si no entra puede ser despreciado o, al menos, obviado. El examen, que mira siempre al pasado, condiciona el presente desde el futuro. Así sucede en el último curso de bachillerato en el que docentes y discentes comparten una carrera de entrenamientos estresantes para sobrevivir a la EBAU. Incluso en el último curso del grado de medicina en el que las academias preparatorias empiezan ya a erosionar la atención de los futuros médicos en los rotatorios hospitalarios. Las épocas de exámenes son los ritos de paso apolíneos tras las cuales se celebran fiestas dionisíacas. Hitos que marcan el fin del tiempo doliente del estudio desorientado. Tras ellos queda la posibilidad a plazo fijo de los placeres desenfrenados.   

 

12. El examen genera una profesionalidad docente policial por presunción de la delincuencia discente.

Innovar y copiar es la esencia de lo humano. Vamos a hombros de gigantes porque copiamos. Los trascendemos porque innovamos. Pero tanto copiar como innovar están prohibidos en el examen. Innovar porque es ontológicamente incompatible con la esencia del examen. Copiar porque es axiológicamente inaceptable en su ética perversa. Una ética que presupone la condición potencialmente delictiva del examinando y la obligación necesariamente policial del examinador. Este debe vigilar para que aquel no copie. Él no podrá hacerlo, pero se presupone que lo desearía y siempre queda la duda de si también debería intentarlo. Una ética perversa que está en las antípodas de la lealtad y la confianza. Tanto, que acaba legitimando y promoviendo la deslealtad y la desconfianza. Ya solo por ello, por su inmoralidad, los exámenes deberían estar proscritos de los espacios educativos, de las instituciones civilizadoras.      

 

13. El examen genera inercias examenófilas y examencéntricas.

“Es lo que hay”. “Siempre hubo exámenes y siempre los habrá”. Es la actitud complacientemente inercial que sirve de coartada (que no de justificación) para mantener lo dado, lo heredado, lo único que se ha conocido. Y así cuantos más exámenes se hacen, más exámenes se harán. No es raro que muchos de los examinandos que salen bien parados de esa liturgia acaben convirtiéndose en examinadores eficaces. De hecho, casi todos los profesores seguramente fueron buenos alumnos. O al menos fueron supervivientes a muchos exámenes. Por eso, el examen sigue en el centro de nuestros sistemas escolares, por las cultivadas querencias examenófilas de quienes respondieron a muchos y ahora se los ponen a otros. Parafraseando el bellísimo verso de Lope (que quizá también sea pasto de algún examen) “quien lo probó lo sabe”. Pero, nada que ver con el amor. No se trata de “dar la vida y el alma a un desengaño” porque en el vicio del examen, más bien quien lo sufrió lo promueve.

 

14. El examen crea ilusiones de (pseudo)precisión y (pseudo)objetividad algorítmica.

Y todo ello con dos dispositivos que, como se ha visto, resultan, imprescindibles: el culto al examen y una utilización espuria y falaz de los algoritmos matemáticos para crear unas ilusiones que no son solo social y culturalmente nocivas, sino que falsifican y perjudican a las propias matemáticas. Con permiso de Platón, el papel de estas no ha de ser la legitimación del elitismo y la consolidación de la desigualdad y las estructuras jerárquicas. Como se ha visto en los casos de la EBAU y del llamado examen del MIR, el uso reflexivo de las matemáticas permite desvelar las pretensiones falaces de precisión y objetividad que se esconden en el artefacto añejo del examen y en la tecnificación de sus resultados mediante tramposas ilusiones algorítmicas. Desvelar las falacias presentes en estas es algo que se puede hacer precisamente con la ayuda de las matemáticas. Deshacernos de la primacía de aquel en nuestras culturas evaluadoras requerirá cierto esfuerzo reflexivo en las comunidades docentes y en las administraciones.

 

¿Por dónde empezar para acabar con los exámenes? ¿Por el del MIR? ¿Por la EBAU? ¿Por las grandes pruebas externas? Sin duda, hay que hacerlo. Y el contenido de este texto pretende ser una pequeña contribución para mostrar la necesidad de cambiar esas pruebas emblemáticas. Sin embargo, quizá debamos comenzar antes. Aboliendo los exámenes desde los niveles más básicos. En la educación primaria, en la secundaria y también en la universitaria. Creando las condiciones para que vaya floreciendo una cultura abolicionista que abra nuevos caminos en los que la formación sea más importante que la evaluación y las matemáticas no se utilicen como coartada para generar ilusiones algorítmicas al servicio de la tiranía del mérito y la supuesta igualdad de oportunidades que tan acertadamente denuncian Sandel (2020) y Rendueles (2020).

 

Porque otra educación es posible y también son posibles otras formas de evaluación más valiosas. Para saberlo conviene escuchar a los maestros. A Miguel de Unamuno y a Emilio Lledó. Y superar de una vez el asignaturismo que todavía está tan presente en nuestros sistemas educativos, en sus culturas docentes y en sus formas de evaluación. Porque de lo que se trata no es de seguir haciendo muchos exámenes, sino de apostar por nuevos fines educativos distintos de la meritocracia. Unos fines que no confundan el valor con el precio ni nos sigan hechizando con la falsa objetividad de las ilusiones algorítmicas.

 

“Todos los años, desde que soy catedrático, me dejan los exámenes en el alma estela de pesar y de desconfianza, dejo de amargura. ¿Es ésta la juventud que hacemos? —me digo— ¡Jóvenes sin juventud alguna! ¡Forzados de la ciencia oficial! El espectáculo es deprimente.

Un año con otro he contribuido a licenciar en Filosofía y Letras una decena bien cumplida de estudiantes. Y ¡vaya unos filósofos y unos literatos que por ahí nos salen!

Bola número quince... ¡Terencio! ¿Dónde nació Terencio? Recíteme usted su cédula de vecindad, sus ires y venires, los títulos de sus obras, el argumento de alguna de ellas y el juicio que le merece al autor del manualete. Y Terencio resulta así un nombre, algo muerto y enterrado, un Fulano de gacetilla. ¡Excelente sistema para matar el apetito de aprender!

El saber no ocupa lugar. Esta maldita fórmula ha encubierto estragos. Sí, el saber ocupa lugar, ¡vaya si lo ocupa! Y cuando menos, nadie pondrá en duda que el aprender ocupa tiempo, y que éste es irrevertible; se va para nunca jamás volver…”

(Miguel de Unamuno, 1899)

 

 

“Proyectados hacia esos períodos febriles que, en junio o septiembre, angustian a nuestros estudiantes, nada más inútil que ese saber memorístico, manualesco, convertido en fórmulas que sólo sirven para pasar la disparatada liturgia examinadora. Una juventud filtrada a lo largo de los cinco cursos de universidad y de los diez o doce de enseñanza primaria y media acaba maltratando su mente, sus ilusiones y pensando que el apasionante mundo del  saber y de  la  ciencia es  ese horroroso organismo de mediocridad, falso pragmatismo e ignorancia que, como es manifiesto, ha frustrado durante siglos nuestras mejores posibilidades intelectuales.”

(Emilio Lledó, 1982)

 

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