(Publicado en Escuela el 11 de diciembre de 2019)
Educar para conocer, para manejar, para valorar, para
participar. Cuatro fines para una educación que trascienda las coyunturas y no
se limite a la mera yuxtaposición de asignaturas. Cuatro infinitivos de
inspiración ilustrada que sintonizan con la idea de que educar es principalmente
humanizar, propiciar que las nuevas generaciones se apropien del inmenso acervo
de saberes, destrezas, valores y hábitos que son patrimonio común de los
humanos y la mejor herencia para quienes se asoman ahora a la vida y llegarán a
conocer el segundo siglo del tercer milenio.
Son cuatro fines que van más allá de los currículos
sustantivos y disciplinados. Por eso se formulan en infinitivo. Porque no se
trata solo de enseñar conocimientos, técnicas, valores o normas. Se trata de
aprender a relacionarse con todo eso con la apertura propia de lo infinitivo, la
que da sentido a un sujeto que disfruta conociendo el mundo en el que vive, manejándose
con soltura en él, valorando lo bueno, lo bello y lo justo y participando
también en la mejora de ese mundo. Son infinitivos que promueven competencias
pero no se limitan a ellas. Su alcance es más amplio porque tiene que ver con
dimensiones esenciales de la condición humana.
Somos homo
sapiens pero no nacemos sabios ni lúcidos, por eso tiene tanto sentido
educar para conocer, para satisfacer esa innata curiosidad que en nuestra
especie está estrechamente imbricada con el lenguaje, con la capacidad de poner
nombres a las cosas, de evocar lo que ya no es, de anticipar lo que aún no es y
de imaginar lo que podría ser o lo que nunca será. Educar para conocer no es solo
acopiar conocimientos, porque la mayor riqueza de ese afán no es recordar los
que se tienen sino seguir anhelando los que aún no se han alcanzado. Así son
las ciencias. No meros almacenes de respuestas y teoremas sino viveros de
preguntas y de hipótesis. Educar para conocer es, por tanto, alimentar una
querencia insaciable. La propia de una especie que disfruta más indagando sobre
lo que aún ignora que recreándose en lo que ya sabe.
Pero incluso antes de ser homo sapiens fuimos y en gran medida somos homo faber. Y es que además de cerebro los humanos tenemos manos y
usándolas hemos desarrollado la técnica. Por eso la segunda finalidad de una
educación humanizadora debería ser educar para manejar. Las habilidades
técnicas son imprescindibles en un mundo en el que no queremos sentirnos como
extraños. Pero educar para manejar no implica solo adquirir destrezas para
saber vivir en ese mundo tecnificado. Manejar viene de mano y en nuestra lengua
también significa (sobre todo en Latinoamérica) conducir o guiar. Y así debemos
educar también en relación con lo técnico. No solo adaptando a las personas a
sus exigencias, sino haciéndolas protagonistas de las decisiones que definen
las características y orientan el rumbo de la técnica. Porque no tenemos que hacer
todo lo que se puede hacer, sino solo lo que queremos hacer y, sobre todo, lo
que debemos hacer. Educar para manejar como fin educativo también tiene que ver
con eso.
Pero el mundo de los humanos no se limita a lo que
puede ser conocido y lo que puede ser construido. También es aquello que puede
ser valorado. Por eso tiene sentido educar para valorar. Para descubrir que las
cosas tienen valor pero que sobre valores no siempre hay acuerdos definitivos
porque en ellos es legítima la discrepancia acerca de qué es lo mejor, lo más
deseable o lo más justo. Por tanto, educar para valorar no es educar desde
valores ni educar en valores sustantivos. Es ejercitar el juicio valorativo
entendiendo por tal tanto el juicio moral como el estético. Y es que la
felicidad que propicia en los humanos aprender a conocer y aprender a manejar tiene
otro ámbito aún más evidente cuando se aprende a apreciar lo que de bueno y de
bello puede haber en la vida y en el arte.
Por lo demás, desde Aristóteles también es evidente
que somos animales políticos. Los humanos somos los más gregarios y los más
cooperativos (aunque también los más belicosos). Vivimos en comunidades
políticas y por eso nos consideramos ciudadanos y aspiramos a que nuestra
convivencia sea justa y democrática. Por eso conviene educar para participar. Para
aprender a tomar parte en las decisiones que nos hacen responsables de nuestras
formas de convivencia. Y es que participar es más tomar parte que tomar
partido, más involucrarnos que alistarnos, y más comprometernos que alinearnos.
Las diferencias son sutiles y por eso propiciar hábitos democráticos requiere
educar cotidianamente en y para la participación.
Educar para conocer, educar para manejar, educar para
valorar y educar para participar. Cuatro fines para una educación humanizadora
en la que se trenzan lo epistémico con lo axiológico, lo contemplativo con lo
práctico y lo individual con lo solidario. Cuatro fines para una educación que
quiere tener horizontes relevantes y no verse reducida a una prescripción curricular en la que la definición de
las competencias acaba siendo más administrativa que reflexiva y su desarrollo
acaba reduciéndose a la mera gestión de estándares y rúbricas.
Una ciencia más cordial, unas tecnologías más entrañables y una sociedad más competente para encarar democráticamente los
riesgos son seguramente más probables en una educación orientada
conscientemente por esos fines y no presidida simplemente por las inercias.
Pero conocer, manejar, valorar y participar no definen solo horizontes de
aprendizaje para los alumnos, también pueden orientar las principales
cualidades que deberían tener los docentes.
En efecto, si en cierto modo educar es contagiar está
claro que para ser un buen docente hay que disfrutar con los saberes que se
enseñan, tener pasión por compartirlos y también ciertas habilidades para
hacerlo. En suma, hay que conocer y manejar. Esto último implica también
habilidades logísticas que van más allá del aula e involucran un trabajo que se
desarrolla cooperativamente en instituciones complejas. Así que, además de
conocer las disciplinas hay que aprender a manejarse en los entornos escolares.
Logística y también deontología, porque en este trabajo los valores, la pasión y la compasión, en suma la dimensión ética de la profesión docente, es tan central como la conciencia de
que formamos parte, es decir participamos, de un afán compartido en el que un
claustro es mucho más que una suma de profesores y un centro es mucho más que
una suma de aulas
Educar para conocer, para manejar, para valorar y para participar son así fines humanizadores que dan sentido a la labor educativa. Y también elementos definitorios de una mejor formación docente.
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