(Publicado en Cuadernos de Pedagogía el 2 de septiembre de 2022)
Para el niño de la EGB que fui los veranos empezaban
cuando los domingos de junio podíamos ir a la playa y en el mes de julio nos
íbamos al pueblo. Allí estaban las eras. Las de arriba y las de abajo. Las de
arriba eran pequeñas y se asomaban al camino en que al atardecer esperábamos el
regreso de las cabras. Las de abajo eran más grandes y se abrían a un paisaje
inmenso que tenía su punto de fuga en la Peña de Francia. Las eras eran un
lugar fantástico. Un espacio vacío a disposición de todos. Sus empedrados de
granito y sus cercos levemente señalados permitían imaginar todos los juegos
del mundo y habitarlos. Al anochecer íbamos con nuestros mayores a sentarnos a
la fresca en aquel canchal coronado por una cruz que servía de hito para mirar
al cielo y especular con la posibilidad de que otros seres quizá también nos
estuvieran mirando desde otras eras en alguno de aquellos puntitos de ese
fascinante camino de leche que solo podíamos ver en las noches de verano.
Aquellos balbucientes coqueteos con lo astronómico y
sus movimientos circulares tenían su correlato en las tardes luminosas en que
las eras se convertían en un parque de atracciones con carruseles de
espigas recorridos una y otra vez por unos mulos dóciles y pacientes. Los
adultos parecían afanosos y felices y nos invitaban a subirnos a aquellos
trillos que trazaban órbitas interminables en un curioso sistema planetario que
reunía por unos días a todo el pueblo. Mientras dirigíamos los mulos en
aquellos deliciosos tiovivos agrarios íbamos tomando conciencia de lo
afortunados que éramos al hacer algo impensable en la ciudad y ser los últimos
herederos de unas tradiciones aun más antiguas que el propio pueblo.
Participábamos en la trilla y luego ayudábamos a
amontonar la parva y aventar el grano en las mismas eras que otros días eran
para nosotros territorios propicios para ser conquistados, defendidos o
compartidos en nuestros juegos. Unos espacios que los adultos consideraban
sagrados y comunales y cuya propiedad fragmentadísima garantizaba que aquel
lugar, quizá el más lindo del pueblo, era de todos y para todos.
Mi padre solía tomar las vacaciones en septiembre, el
mes de los tomates, las frutas maduras y las temperaturas amables, así que el
regreso del pueblo lo hacíamos cuando los compañeros ya habían vuelto a clase.
Encontrarnos de nuevo con ellos era uno de los pocos alicientes que tenía dejar
aquel paraíso de libertad y regresar al mundo ortogonal del piso, el aula y los
libros de texto. Estos solo resultaban excitantes cuando, nada más comprarlos,
los olíamos, los forrábamos, les poníamos el nombre y ojeábamos aquellas imágenes
que se acabarían convirtiendo en hitos mnemotécnicos con los que recordar dónde
empezaba o dónde terminaba lo que se nos preguntaba en cada examen.
La trilla circular e infinita nos permitía
convertirnos en julio en romanos que desde aquellos carros imaginarios
arreábamos a nuestros caballos o en vaqueros que encaramados en diligencias
escapábamos de los indios. Pero los libros de texto, siempre cuadrados y
lineales, nos hacían sentirnos como las espigas que los trillos arañaban para
separar el grano de la paja. Así que entre octubre y junio aquellos trillos de
texto, tan distintos a los del pueblo, no dejaban de roturarnos con palabras
memorizables que a veces tenían la aspereza de las lascas.
Hoy las eras son más nombres que lugares. Hace tiempo que allí no se trilla ni se podría trillar. En aquellas propiedades secularmente mancomunadas y hermosas se fueron edificando casas pretenciosas y disonantes. Así se fue mancillando el perfil venerable de muchos pueblos con adosados tan lineales y aburridos como los libros de texto. Las eras son ya solo recuerdos pero los libros de texto siguen presidiendo todavía unas formas de enseñanza que ignoran que se aprende mejor cuando es posible mirar al cielo desde esos espacios abiertos en los que trillar y jugar no son incompatibles.